sábado, 15 de septiembre de 2007

TEXTO TEÓRICO-Un recorrido por distintas formas del Cuento

2. El cuento chejoviano. Chejov es el padre del cuento moderno; su formidable influjo todavía se hace sentir en todas partes. Cuando publicó Dublineses, en 1914, James Joyce sostuvo, llamativamente, que no había leído a Chejov (desde 1903, había ediciones inglesas de la mayoría de sus obras), pero esta referencia precisa peca de gran falsedad. Dublineses, una de las obras más admirables que se hayan publicado jamás dentro del género, debe mucho a Chejov. En otras palabras, Chejov liberó la imaginación de Joyce del mismo modo en que, más tarde, el ejemplo de Joyce liberaría la de otros.
¿Cuál es la esencia del cuento chejoviano? “Era hora de que los escritores, especialmente los que son artistas, reconocieran que en este mundo nada se comprende”, escribió Chejov a un amigo. A mi entender, quiso decir que debemos observar la vida en toda su banalidad, su tragicomedia, y rehusarnos a juzgarla. Rehusarnos a condenarla y a ensalzarla. Registrar las acciones humanas tal como son y dejar que hablen por sí solas (hasta donde puedan hacerlo), sin manipularlas, censurarlas ni elogiarlas. De ahí su famosa réplica, cuando le pidieron que definiera la vida: “¿Me preguntan qué es la vida? Es como si me preguntaran qué es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria y punto”. Las inferencias de esta cosmovisión, expresadas en sus cuentos, han ejercido un influjo asombroso. Katherine Mansfield y Joyce fueron de los primeros en escribir con una mentalidad chejoviana, pero la frialdad desapasionada e impávida de Chejov frente a la condición humana resuena en escritores tan disímiles como William Trevor y Raymond Carver; Elizabeth Bowen, John Cheever, Muriel Spark y Alice Munro.

3. El cuento “modernista” [en la órbita de las lenguas anglosajonas, el término “modernista” alude a las vanguardias de principios del siglo XX]. Titulé así este apartado para introducir a Ernest Hemingway, la otra presencia gigantesca en el cuento moderno, y transmitir la idea de oscuridad, de dificultad deliberada. El aporte revolucionario más obvio de Hemingway fue su estilo lacónico y recortado; no temía repetir los adjetivos más comunes, en vez de buscar sinónimos. Su otra gran contribución —donación— fue una opacidad intencional. Al leer sus primeros cuentos (casualmente son, de lejos, sus mejores obras) comprendemos la situación al instante. Un joven sale a pescar y, al caer la noche, acampa. En un café, se reúnen varios mozos. En “Colinas como elefantes blancos”, una pareja espera un tren en una estación. Están tensos. ¿Ella se ha hecho un aborto? Eso es todo. Sin embargo, de algún modo, Hemingway envuelve este cuento y los otros, con todas las complejidades encubiertas de un oscuro poema. Sabemos que hay significados ocultos; el cuento es tan memorable por la inaccesibilidad del subtexto. La oscuridad voluntaria da resultado en el cuento; a lo largo de una novela, puede ser muy tediosa. Esta idea de la oscuridad se superpone parcialmente con la categoría siguiente.

4. El cuento cripto-lúdico. Aquí, la narración presenta su superficie desconcertante de un modo más abierto, como una especie de desafío al lector; recordamos de inmediato a Borges y Nabokov. En estos cuentos, hay un significado por descubrir y descifrar, mientras que en Hemingway nos fascina su inasequibilidad exasperante. Un cuento de Nabokov, pongamos por caso “Primavera en Fialta”, fue escrito para que el lector atento lo desenmarañe (quizá le lleve varios intentos), pero detrás de esa tentación hay un espíritu fundamentalmente generoso. El mensaje implícito es: “Sigue excavando y descubrirás más cosas. Esfuérzate más y tendrás tu recompensa”. El lector está dispuesto a todo. Entre los grandes del cuento críptico o “narración reprimida” figura Rudyard Kipling; en cierto modo, es un genio no reconocido del género. Cuentos como “Mary Postgate” o “La señora Bathurst” son maravillosamente complejos por sus envolturas múltiples. Los críticos todavía mantienen vehementes debates en torno a sus interpretaciones correctas.

5. La “mininovela”. Su nombre lo dice todo. Es una de las primeras formas que adoptó el cuento (otra es el event-plot story). Hasta cierto punto, es un híbrido —mitad novela, mitad cuento— que intenta lograr en unas pocas decenas de páginas lo que una novela consigue en cuatrocientas: una larga lista de personajes y abundantes detalles realistas. El gran cuento de Chejov, “Mi vida”, pertenece a esta categoría. Abarca un lapso prolongado; los personajes se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan y mueren. De algún modo, comprime en cincuenta y tantas páginas el contenido de una novela victoriana en tres tomos. Estos cuentos tienden a ser muy largos —están a un paso de la novela breve— pero sus pretensiones son claras. Evitan la elipsis y la alusión; acumulan hechos concretos, como si quisieran decirnos: “¿Ves? No necesitas cuatrocientas páginas para retratar una sociedad”.

6. El cuento poético-mítico. En fuerte contraste con la anterior, se diría que quiere apartarse al máximo de la novela realista. Esta categoría es amplia e incluye casos tan disímiles como las viñetas de las páginas, concisas y brutales, que Hemingway intercala en su colección de cuentos En nuestro tiempo; los cuentos de Dylan Thomas y D. H. Lawrence; las divagaciones cavilosas de J. G. Ballard por el espacio interior y los extensos poemas en prosa de Ted Hughes o Frank O’Hara. Es casi un poema y va desde el fluir del pensamiento hasta la impenetrabilidad gnómica.

7. El falso cuento biográfico. Es la categoría, en apariencia, más difícil de definir. Podría decirse que es el cuento que, en forma deliberada, toma y copia las propiedades de otros géneros literarios fuera de la narrativa: la historia, el reportaje, las memorias. Borges suele jugar con esta técnica. La generación más joven de escritores norteamericanos contemporáneos, con su afición presuntuosa por las notas fuera de texto y las remisiones bibliográficas, es otro ejemplo del género (o, más exactamente, representa un híbrido de cuento “modernista” y biográfico). Otra variante consiste en introducir lo ficticio en la vida de personajes reales. He escrito cuentos cortos sobre Brahms, Wittgenstein, Braque y Cyrill Connolly en los que narré episodios imaginarios de sus vidas; eso sí, hice toda la investigación previa que habría requerido un ensayo. Según una definición muy válida, la biografía es “una ficción concebida dentro de los límites de los hechos observables”. El falso cuento biográfico juega con esta paradoja, en su intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para presentar supuestos hechos reales.

El futuro de un género

Hoy, especialmente en el Reino Unido, donde vivo y escribo, es más difícil que nunca publicar un cuento. Las posibilidades de que disponíamos los escritores jóvenes en los años 80 están casi agotadas. A pesar de estas contrariedades prácticas, creo que el género está experimentando una especie de resurgimiento, tanto aquí como en Estados Unidos. La explicación sociocultural de este fenómeno sería, tal vez, el aumento masivo de los cursos de escritura creativa con títulos reconocidos. El cuento es el instrumento pedagógico perfecto para este tipo de educación. Cabe suponer que las decenas de miles de cuentos que se escriben (y se leen) en estas instituciones cultivan el gusto por esa forma, como lo hizo la circulación masiva de revistas a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
No obstante, intuyo que podría haber otra razón que explique por qué, en realidad, los lectores de cuentos nunca desaparecieron del todo. Y esto no tiene nada que ver con la extensión del texto. Un cuento bien escrito no cuadra con la cultura del spot televisivo: es demasiado denso, sus efectos son demasiado complejos para una digestión fácil. Si el espíritu de los tiempos influye en esto, quizá sea una señal de que nos estamos acercando a una preferencia por las formas artísticas muy concentradas. Un buen cuento es como una píldora vitamínica: puede proporcionar una descarga comprimida de placer intelectual selectivo, no menos intenso que el que nos causa una novela, aunque tardemos menos en consumirlo. Leer un cuento como “Los muertos”, de Joyce; “En el barranco”, de Chejov, o “Un lugar limpio y bien iluminado”, de Hemingway, es enfrentar una obra de arte compleja y cabal, ya sea profunda o perturbadora, conmovedora o tenebrosamente cómica. No importa que lo leamos en quince minutos: su potencia es patente y enfática. Tal vez sea eso lo que, en estos tiempos, buscamos cada vez más como lectores: una experiencia a modo de bomba fragmentadora estética que actúe con implacable brevedad y eficacia concentrada.
Como escritores, nos volcamos hacia el cuento por otros motivos. En última instancia, creo, porque nos ofrece la oportunidad de variar la forma, el tono, la narrativa y el estilo de manera muy rápida e impresionante. Angus Wilson dijo que había empezado a escribirlos porque podía comenzar y terminar uno en un fin de semana, antes de tener que volver a su trabajo en el Museo Británico. Por cierto, exige un esfuerzo real, pero no es prolongado como el de la novela, con sus años de gestación y ejecución. Una semana podemos escribir un event-plot story y a la siguiente un cuento lúdico-biográfico. En el cuaderno de apuntes que mencioné al principio, Chejov se refirió a este mismo placer. Había copiado algo de Alphonse Daudet que, evidentemente, también despertó fuertes ecos en él. Todos los escritores de cuentos comprenderán el sentido de sus palabras:
“«¿Por qué son tan breves tus cantos? —le preguntaron cierta vez a un pájaro—. ¿Acaso porque tu aliento es muy corto?» El pájaro respondió: «Tengo muchos, muchísimos cantos y me gustaría cantarlos todos»”.

Por William Boyd
Traducción: Zoraida J. ValcárcelFuente: La Nación - 26/diciembre/2004

martes, 28 de agosto de 2007

TEXTO TEÓRICO-¿Qué clase de lector soy?

Leer como creador o leer como consumidor

Sobre un texto del autor colombiano Estanislao Zuleta


Al final del prólogo de la Genealogía de la moral Nietzsche dice que requiere un lector que se separe por completo de lo que se comprende ahora por el hombre moderno. El hombre moderno es el hombre que está apurado, que quiere rápidamente asimilar; (lector consumista, de comida rápida). Dice Nietzsche "por el contrario, mi obra requiere de lectores que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos".
Nietzsche dice que existe la ilusión de haber leído, cuando todavía no se ha interpretado el texto. Y esa ilusión existe porque el estilo de la escritura parece sencillo.
Pero él va más lejos. En el Zaratustra dice Nietzsche que va a contar la manera como el espíritu se transforma y usa la alegoría del camello, el león y el niño. Cuando habla del espíritu se refiere al pensamiento que lleva al conocimiento. Todo el Zaratustra es una teoría del pensamiento, si no se lee así no se entiende nada.
El camello, ( primer nivel) es el espíritu que admira, que tiene grandes ideales, que busca grandes maestros y tiene una inmensa capacidad de trabajo y dedicación; el camello es el espíritu que busca una comunión con lo que desea conocer.
Pero el espíritu toma un segundo nivel: no es sólo eso, admiración, dedicación, fervor, trabajo; el espíritu es también crítica, oposición, y entonces dice Nietzsche que el espíritu se convierte en león. Se opone al deber, es el espíritu rebelde, el que toma el tú debes como una imposición interna contra la cual se rebela, que mata todas las formas de imposición y de jerarquía. Pero que todavía se mantiene en la negación. Y dice Nietzsche que el león se convierte finalmente en niño y explica así: el niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, y una rueda que gira, una santa afirmación.
Ahora, el pensamiento creador funciona cuando se dan las tres categorías:
1. capacidad de admiración: idealización, trabajo o labor;
2. la capacidad de oposición: crítica, rebelión,
3. y por último (realizado lo anterior): la capacidad de creación. Sin oponernos a nada, de juego, de inocencia, de rueda que gira.
El espíritu (del conocimiento) es las tres cosas; sólo si esas tres cosas se combinan funciona el pensamiento filosófico; cuando cualquiera de las tres se enuncia sola es una determinada frustración
Así, por ejemplo
La primera- camello- si funciona sola se convierte en dogmatismo o en idealización.
La segunda- león- en una filosofía de rebeldía que no es más que rebelión.
O, en el tercer caso- niño- es también una filosofía que no tiene ni apoyo en aquello a lo que busca integrarse, ni en aquello contra lo cual lucha sino que se predica sólo como juego y que como juego sólo es anarquismo vacío.
Se llega al pensamiento creador, niño, luego de haber sido camello y león.
En un libro más tardío, La voluntad de dominio, Nietzsche retoma estas ideas y las da como historia de su vida; ese mismo juego de oposiciones contiene una filosofía que nos impone un trabajo: interpretar; si no, no entendemos nada.
Leer no es tener ante nosotros un mensaje en el que un autor nos informa por medio de palabras –ya que poseemos con él un código común, el idioma- sus experiencias, sentimientos, pensamientos o conocimientos sobre el mundo; y nosotros provistos de ese código común procuramos averiguar lo que ese autor nos quiso decir.
Leer es trabajar, quiere decir ante todo que no hay un tal código común al que hayan sido "traducidas" las significaciones que luego vamos a descifrar. El texto produce su propio código por las relaciones que establece entre sus signos; genera, por decirlo así, un lenguaje interior en relación de afinidad, contradicción y diferencia con otros "lenguajes", el trabajo consiste pues en determinar el valor que el texto asigna a cada uno de sus términos, valor que puede estar en contradicción con el que posee el mismo término en otros textos.

Para tomar un ejemplo muy sencillo, en contradicción con el valor que tiene en el texto de la ideología dominante, Platón en el Teeteto incluye en el concepto de "Esclavos" a los reyes, los jueces y en general a todos los que no pueden respetar el tiempo propio que requiere el desarrollo del pensamiento porque están obligados a decidir o concluir en un plazo determinado y ese plazo prefijado los excluye de la relación con la verdad, la cual tiene sus propios ciclos, sus caminos y sus rodeos, sus ritmos y sus tiempos que ninguna instancia y ningún poder pueden determinar de antemano.
Toda lectura "objetiva", "neutral" o "inocente" es en realidad una interpretación: la dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a una interpretación de la ideología dominante.
Código quiere decir un término al que el receptor y el emisor asignan un mismo sentido. Quiero subrayar aquí un punto: en una buena escritura no hay un código común.
¿Qué quiere decir que cada texto organiza su propio código?
Cuando uno aborda el texto (cualquiera que sea, que trate de una escritura en el sentido propio del término, es decir, en el sentido de una creación, no de una cháchara, como dice Heidegger porque las chácharas también se pueden escribir, eso es lo que hacen todos los días los periodistas) no hay ningún código común previo, pues el texto produce su propio código, le asigna su valor; ese es un punto importantísimo en la teoría de la lectura.
Por ejemplo cuando nosotros abrimos El Capital, no tenemos con Marx un código común.
Marx comienza a hablarnos de la mercancía: "La riqueza de las sociedades donde impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un inmenso arsenal de mercancías"... pero precisamente el concepto de mercancía y el concepto de riqueza que están en la primera frase de El Capital no nos es común. Nosotros lo entendemos sin necesidad de buscarlo en el diccionario, nadie ignora qué es una mercancía, nosotros creemos y lo entendemos también por una vía empírica porque podemos dar ejemplo. ¡Ah! Sí, la mercancía... lo que está exhibido en las vitrinas de los almacenes. Pero Marx nos va a mostrar que nosotros no sabemos qué es la mercancía, ni tampoco qué es la riqueza. Marx nos dice en el primer apartado de la Crítica del programa de Gotha, que dicho programa comenzaba tan tranquilamente con la tesis de que toda la riqueza procede del trabajo y Marx dice, no, la riqueza no procede del trabajo, procede igualmente de la naturaleza; Marx complica inmediatamente la cosa mercancía; son las relaciones sociales de producción las que llevan en sí el poder sobre el trabajo.
La riqueza se presenta (se presenta pero no es) como una gran acumulación de mercancías, incluso, "se presenta", en una formulación permanente de Marx. Luego dice Marx: la manera como las cosas se presentan no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan la ciencia entera sobraría. Por lo tanto, el texto produce su código, no tenemos un código común, tenemos que extraer el código del texto mismo de Marx. Código quiere decir un término al que el receptor y el emisor asignan un mismo sentido. Sin un término al que se le asigne un mismo sentido no hay mensaje y por eso, por ejemplo, un hablante de una lengua como el chino u otra lengua desconocida, no constituye para nosotros un mensaje porque no tenemos código común. El problema de la lectura es que nunca hay un código común cuando se trata de una buena escritura. Tenemos que descifrar el código de la manera como esa escritura lo revele. La literatura como la filosofía imponen un código que hay que definir y el texto lo define; cada término se define por las relaciones necesarias que tiene con los otros términos.
Ahora, ustedes pueden leer cualquier texto que sea verdaderamente una escritura y si no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no leen nada.
Por ejemplo, no entienden nada del Quijote si entienden por locura una oposición a la razón.
No entienden ni una palabra, porque precisamente la maniobra de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables, su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos.
Ustedes encuentran en boca del personaje del Quijote
1. los textos más alarmantemente locos;
2. la parodia más maligna
3. los textos más razonables:
"Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos...". Ahí está Don Quijote hablando de la locura. En cierto sentido es la locura en el sentido de la inadaptación, es la sabiduría en el sentido de la inadaptación. El Quijote es el hombre tardío, el hombre que ha fracasado en todo durante la vida, que no ha sido más que un fracaso y que no resigna a la vida cotidiana. Prefiere salir y salir, nacer, enloquecerse, desadaptarse, aventurarse. Entonces y por eso Cervantes construye todo el comienzo del Quijote, con la imagen del hombre cotidiano, por parejas de oposición.
Una cosa verdaderamente extraordinaria, una estructura musical, todo está en parejas de oposición:
"Y tenía en su casa un ama que no pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo libros de caballería" –todo cae en oposiciones- "hasta que cayó en la más extravagante idea que hubiese dado loco alguno y fue que parecióle convenible y necesario, así como para el aumento de su honra como para el servicio de su república hacerse caballero andante" y culmina ahí, eso es música
Pero el Quijote es eso, un hombre que se iba a morir allí, en una haciendita, con un caballito, con un perrito, con una sobrina y un ama; ya tiene 50 años y no ha pasado nada, y Cervantes tiene 50 años y está en la cárcel y no ha pasado nada, y ha fracasado en todo y de pronto sale y ese salir es un nacimiento y sale Cervantes y sale Don Quijote, esa maravilla, el hombre con 50 años de fracasos se niega a que su vida termine en una muerte solitaria, en una vida cotidiana apagada y prefiere la locura a la cotidianidad, pero eso no lo dice Cervantes, eso lo tenemos que construir los lectores al ir construyendo el código.
Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote, con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que queda muerta, no ellos.

Cervantes sabe hacerlo todo
el estilo metonímico de Sancho, apoyado en refranes para darse aire de que no es él el que lo dice y poner la ponzoña por debajo; el estilo lírico de Don Quijote: "Ya no hay hombre que saliendo de este valle entre en aquella montaña y de allá pise una desierta y desolada playa de mar"; esa combinación de estilos que nos da el Quijote se nos escapa porque no sabemos leerlo; ese es el problema que yo les planteo, pues el problema no es que tengamos nada qué leer porque traduzcan mal, sino que no sabemos leer nosotros. Claro, ya en el bachillerato nos prohíben El Quijote; ¿por qué nos lo prohíben?; desde la primaria, antes del bachillerato, se introduce una serie de oposiciones en las que ingresamos desde el primer año: el tiempo de clase donde se aprende, aburridor, y el recreo donde se disfruta sin aprender. El Quijote no cabe en esos dos tiempos, porque el Quijote es una fiesta y al mismo tiempo el más alto conocimiento.
Diferencias entre lectura como consumo o “deber” y lectura como placer creativo o de creación de conocimiento.
Si nosotros tomamos El Capital como un deber, si no somos capaces de tomarlo como una fiesta del conocimiento, tampoco lo podemos conocer; es ese sentido también nos está prohibido el Zaratustra, que es un verdadero libro, la filosofía más rigurosa, más completa de la Alemania del siglo XIX, dicha en forma de verdadera fiesta. Nietzsche quiere romper el saber del lado del deber, y del lado de la diversión, el olvido de sí, el embrutecimiento. Nietzsche quiere romper eso, entonces hace la filosofía más rigurosa que se pueda hacer, en tono de fiesta, eso es el Zaratustra –es el sentido fundamental del Zaratustra-.
Pero si queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con el texto un código común, ni buscarlo en un maestro.
¡Ah! es que todavía no tengo elementos, dicen los estudiantes; el estudiante se puede caracterizar como la personificación de una demanda pasiva. "Explíqueme", "déme elementos", "¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?", "¿cómo estamos en la escalera?", "¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer el Quijote?".
No hay que hacer ningún curso, hay que aprender a pensar.
Lo que se les olvida de El Capital a todos los marxistas es el prólogo. Esta obra no requiere conocimientos previos, sólo la capacidad de saber pensar por sí mismos.
No podemos leer a Marx con la disculpa de que "realmente me faltan elementos, sería mejor haber conocido a Hegel, entonces vamos con Hegel, pero Hegel está discutiendo a Kant, entonces me faltan elementos y vamos con Kant, pero Kant está discutiendo a Hume, entonces me faltan elementos y vamos con Hume, pero Hume está discutiendo a Descartes y vamos..." y entonces comience con Tales de Mileto y cuando tenga 80 años llegará a Sócrates si le va bien.

Lo que le falta no son elementos, lo que le falta es interpretación, posición activa, discusión con el texto. Pero el estudiante tiene una posición pasiva, déme elementos, métodos, es decir cabestro, pero ¿cuál es el método? El método es pensar, es interpretar, criticar. Se puede empezar un estudio de filosofía perfectamente con El ser y el tiempo de Heidegger, los pre-requisitos están en el texto mismo. Pero la educación es un sistema de prohibición del pensamiento, transmisión del conocimiento como un deber, el conocimiento como algo dado, petrificado.
¿Qué le falta para leer el Quijote? Le falta aprender a leer. ¡Qué elementos ni qué apoyos, ni qué críticos, ni qué muletas, ni qué cabestros! Le falta aprender a leer, eso es lo que pasa y por eso no siente la maravilla del tono, del estilo, no siente la música secreta, la finura de la parodia, la terrible ponzoña de Cervantes. Don Quijote cree en los libros de caballería, es una locura, ¿por qué una locura? Porque no son una ideología dominante y por eso los pone Cervantes; en cambio si fueran una ideología dominante no serían una locura. Por ejemplo, el cura le dice a Don Quijote:
"Y vos alma de cántaro, Don Quijote o Don Tonto, o como os llaméis, quién ha venido a contaros que hay gigantes, malandrines y encantadores, ni los hubo nunca en el mundo y por qué no vais a preocuparte por tu mujer y tus hijos en vez de ir disparatando por el mundo?". Y Don Quijote le dice: "¡Ah! pero la Biblia que no puede faltar en nada a la verdad, nos enseña que los hubo, contándonos la historia de aquel gigantazo de Goliat". En otras palabras Don Quijote le dice al cura que el problema consiste en que mientras él –Don Quijote- cree en los libros de caballería, el cura cree en la Biblia.
El cura cree que lo de Don Quijote es loco porque lo siguen pocos y lo suyo es cuerdo porque lo siguen muchos
Esa finura y esa ponzoña de Cervantes, su agudeza de pensamiento, su crítica fundamental de la ideología, eso no se capta si no se interpreta el texto; sólo así se comprende que es una verdadera fiesta del pensamiento y del lenguaje, que párrafo por párrafo es una música que se derrama una y otra vez. Sin embargo, a nosotros nos la prohíben. Todos nos dicen que es una vergüenza que no lo hayamos leído, entonces nos callamos, pero con vergüenza, claro, porque eso sí lo aprendemos, la capacidad de avergonzarnos, o lo leemos por fuerza de voluntad, pero de todas maneras nos está prohibido.
Estamos instalados en un lenguaje complejo y hay que aprender a leer.
Hay algunos autores que nos desafían desde la primera frase: Kafka, Musil, nos desafían a que produzcamos su código, que no es común.
Cuando uno abre La Metamorfosis y lee: "Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia". Ahí hay que interpretar o cerrar el libro.
Hay que tener en cuenta esto: "No hay obras fáciles". Es una frase de Valery: no hay autores fáciles, lo que hay son lectores fáciles.
Hay autores que son más francos, como Kafka, (o Borges) que de una vez le muestran a uno que si no interpreta lo mejor es dejarlo. Hay otros que son camuflados como Dostoievski; uno puede leer Crimen y Castigo sin darse cuenta de que no ha entendido nada, sino que un señor mató a dos viejas y finalmente lo metieron a la cárcel; y en las páginas rojas de los periódicos aparecen cosas de esas todos los días, eso no quiere decir nada, eso no tiene que ver nada con Crimen y Castigo.
No hay textos fáciles; no busquen facilidad por ninguna parte, no busquen la escalera, primero Marta Harneker, después Althusser; eso es lo peor; no hay autores fáciles, lo que hay son lectores fáciles, que leen con facilidad porque no saben que no están entendiendo, por eso les parece más sencillo Descates que Hegel.
Toda lectura es ardua y es un trabajo de interpretación: fundación de un código a partir del texto, no de la ideología dominante preasignada a los términos.
Pregunta: ¿Pero yo me imagino que eso no se va a descubrir en un párrafo sino en el desarrollo mismo del texto?
Respuesta: Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva estudiantil quiere decir, "¿con esto podría presentar examen o no podría?. Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor –porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema- la pregunta, "¿y esto qué quiere decir?". Ese profesor puede ser uno mismo, puede ser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un código.
Si tomamos el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto dice cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está captando el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna.
La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la escritura no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no la controla nadie; no es propiedad nadie el sentido de lo escrito. "Este sentido es un efecto incontrolable de la economía del texto y de sus relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado:
Escritura es aventura, el "sentido" es múltiple, irreductible a un querer, decir, irrecuperable, inapropiable. "Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión humanista, pedagógica opresoramente generoso de una escritura que regale a un "Lector Ocioso" (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir".
Estas observaciones pueden servir de introducción a un tema central en la teoría de la lectura, tema en el que dejaremos otra vez para comenzar, la palabra a Nietzsche, estudiando dos proposiciones aparentemente contradictorias y formuladas con todo el radicalismo deseable en Ecce Homo:
a. "En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de un libro que no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada, no hay tampoco nada".

"Cuando me represento la imagen de un lector perfecto siempre resulta un monstruo de valor y curiosidad, y además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente hablo en el fondo; ¿a quién únicamente quiere él contar su enigma?" (Pág. 60).
"A vosotros los audaces, buscadores y a quien quisiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles. A vosotros los ebrios de enigmas que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir...". (Id. Págs. 60-61, todos los subrayados son de Nietzsche).

¿Cómo mantener asidos los dos extremos de esta cadena en la que se nos propone que no se lee sino lo que ya se sabe y que para leer es preciso ser un aventurero y un descubridor nato?

La primera cita parece amargamente pesimista, la segunda es terriblemente exigente; considerémoslas de cerca. En el primer caso Nietzsche especifica el "ya se sabe" como aquello a lo cual se tiene acceso desde la vivencia. Declara muda, inaudible, invisible, toda palabra en la que no podemos leer algo que ya sabíamos; ilegible todo lenguaje que no sea el lenguaje de nuestro problema, si nuestros conflictos y nuestras perspectivas no han llegado a configurarse como una pregunta y una sospecha de la que ese lenguaje es expresión, desarrollo y respuesta, nada podemos oír en él. Recordemos aquí la extraordinaria tensión que se produce al final de la segunda parte del Zaratustra, en el capítulo titulado "La más silenciosa de todas las horas", principalmente en el pasaje que Zaratustra está lleno de terror. "Entonces algo volvió a hablarme sin voz: lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices" (Pág. 213).

Y en efecto Nietzsche despliega en estas páginas de transición entre la segunda y tercera parte, todas las sutilezas de su arte para indicar que la mayor dificultad consiste en decir lo que ya se sabe, en reconocer lo que secretamente se conoce; que es un abismo aterrador porque se conoce, porque si no se conociera sería una palabra vacía; pero si se reconoce nos hace pedazos. Aquí encontramos el vínculo entre lo "Que ya se sabe", y la exigencia de valor, de audacia y de arriesgarse a ser descubridor.

El lector que Nietzsche reclama no es solamente cuidadoso, "rumiante", es capaz de interpretar. Es aquel que es capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser mismo, hable de aquello que pugna por hacerse reconocer aún a riesgo de transformarle, que teme morir y nacer en su lectura; pero que se deja encantar por el gusto de esa aventura y de ese peligro. Pero ¿cómo puede el lector permitir que el texto lo afecte en su ser? Y además, ¿cuál ser? Es evidente que esas exigencias nos conducen hacia la lectura, pero no sabemos nada aún de ese "Dejarse afectar" y ninguna apelación al "coraje" o al valor, es suficiente aquí.

Así como, téngase buena o mala vista, hay que mirar desde alguna parte, así mismo hay que leer desde alguna parte, desde alguna perspectiva. Y ahora, ¿qué puede ser una perspectiva para leer? Esa perspectiva tiene que ser una pregunta aún no contestada, que trabaja en nosotros y sobre la cual nosotros trabajamos con una escritura (sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe realmente lee). Una pregunta abierta es una búsqueda en marcha que tiene un efecto específico sobre la lectura; ¿cuál?. Algunos amigos me han dicho que esa frase es muy fuerte; yo la respaldo; sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe, realmente lee. En este caso mi inspiración consciente más próxima, es también Nietzsche: "Un siglo más de lectores y el espíritu mismo olerá mal" dice Nietzsche.
Qué cantidad de lectores: Se lee desde un trabajo, desde una pregunta abierta, desde una cuestión no resuelta; ese trabajo se plasma en una escritura; entonces, todo lo que se lee alude a lo que uno busca, se convierte en lenguaje de nuestro ser. No se lee por información, por diversión; eso no es lectura en el sentido que queremos darle en este texto a la lectura.
Siempre que se lee porque uno tiene una cuestión qué resolver y aspira a que el texto diga algo sobre la cuestión; lo más importante en toda la teoría de la lectura es salir de la idea de la lectura como consumo; esa idea rige por ejemplo en la crítica literaria, claro que no en freudiana, o en la de Barthes o la de Bajtin.
Le recomiendo a todo el que pueda conseguirlo que se lea un libro de Bajtin sobre Dostoievski, titulado La poética de Dostoievski; lo escribió en el 29; lo prohibió el camarada Stalin y acaba de ser publicado en Rusia y traducido al francés. Es lo más grande que hay hoy en la critica literaria. Mientras tanto Bajtin se pasó 40 años en una pequeña aldea siberiana como profesor de Gramática Rusa
Es una obra sencillamente gigantesca; el análisis del siglo de Dostoievski; sobre nadie tenemos una cosa tan incompleta, tan global. Es un tipo de lectura que no se pone a hablar de lo que pueden querer decir las obras de Dostoievski, sino que se escribe sobre el estilo de Dostoievski; eso es lo verdaderamente sorprendente. Creo que con Bajtin la estilística, como rama efectivamente independiente de conocimiento, queda fundada.
Observación preliminar. Poseemos una magnífica, una redentora capacidad de olvidar todo lo que no podemos convertir en un instrumento de nuestro trabajo. Y como ese trabajo es en realidad un proceso que sigue vías múltiples, senderos tortuosos y a menudo toma por atajos inesperados, solemos recoger materiales en los lugares más inesperados, casi en todas partes; cualquiera que tenga una experiencia de lectura (y con mayor si es "adicto"), ya que algunos psicoanalistas, Fenichel por ejemplo, hablan de adición a la lectura en sus estudios sobre drogadictos, cualquiera que acostumbre a tomar al azar en un rato de ocio, el primer libro que tenga a la mano, habrá notado sin duda, con cierto asombro, cuán frecuentemente encuentra allí, donde quería olvidarse un rato, que el libro le habla del problema que en ese momento le estaba trabajando.

No hay sin embargo aquí nada de extraño, ni es necesario negar el azar de la escogencia apelando por ejemplo a una premeditación inconsciente: la selección había sido hecha por el problema durante la lectura misma, el problema buscaba sus conceptos, sus conexiones y recibía y capturaba todo lo que le pudiera llenar sus lagunas, las discontinuidades entre los puntos que parecían esclarecidos, y desechaba todo lo demás; o mejor dicho, como no lo capturaba no podía verlo puesto que era el problema mismo el que leía, aquel del que queríamos descansar un poco y que sin embargo seguía trabajando oscuramente como un topo.

Hay que tomar por lo tanto en su sentido más fuerte la tesis de que es necesario leer a la luz de un problema. Como se ve, a medida que escribo estas líneas, el concepto de "problema" ha venido a substituir subrepticiamente el concepto de "preguntas abiertas" como si se tratara de la misma cosa, o como si fuera algo más explícito, cuando en realidad en el lenguaje corriente es el término más vago que existe. Sin embargo aquí además de substituirse comienza ya a definirse: un problema es una esperanza y una sospecha. La sospecha de que existe una unidad, una articulación necesaria allí donde hay algunos elementos dispersos, que creemos entender parcialmente, que se nos escapan, pero insisten como una herida abierta; la esperanza de que si logramos establecer esa articulación necesariamente quedará explicado algo que no lo estaba; quedará removido algo que impedía el proceso de nuestro pensamiento y funcionaba por lo tanto como un nudo en nuestra vida; quedará roto un lazo de aquéllos que nos atan, obligándonos a emplear toda nuestra energía, nuestra agresividad y nuestra libido en lo que Freud llamaba "una guerra civil" sin esperanzas.

El trabajo de la sospecha consiste en entregar o someter todos los elementos a una elaboración, a una crítica, que permita superar el poder de las fuerzas que los mantienen dispersos y yuxtapuestos o falsamente conectados. Porque se trata siempre de una fuerza: represión, ideología dominante, racionalización, etc.

Leer a la luz de un problema es, pues, leer en un campo de batalla, en el campo abierto por una escritura, por una investigación

El que quiere descifrar en su vida realmente, efectivamente, un problema, por ejemplo, el que quiere descifra en su vida el enigma del matrimonio, las dificultades de la compaginación, de convivencia de la pareja, de amor, y la amistad, de dependencia y amor, de hostilidad y dependencia, entonces puede leer con provecho Ana Karenina; el que no está en eso, no lo lea; no la lea, puede que la termine, pero lo que se llama leer, pensar a Tolstoi, no. Ahora, si nosotros queremos evitar todos los problemas y en abstracto aprender, nos volvemos unos estudiantes, porque los estudiantes, como se sabe, "leen".
Así pues, eso era lo que quería decir la fórmula, que hay que leer desde alguna parte, así como hay que mirar desde alguna parte.
Inconscientemente o no, la lectura es siempre el sometimiento de un texto que por sus condiciones de producción y por sus efectos escapa a la propiedad de cualquier "autor"; es una elaboración, parte de un proceso, que en ningún caso puede ser pensado como consumo; puede ser lenguaje en que se reconoce una indagación o puede ser neutralizado por una traducción a la ideología dominante, pero no puede ser la apropiación de un saber. Y ese es el punto al que hay que llegar para romper la concepción y la práctica de la lectura en una ideología burguesa.
También aquí el capital tiene su propia concepción que corresponde natural y humildemente al sentido común, el más peligroso de los sentidos..
a. Ante todo la lectura no puede ser sino una de las dos cosas en las que el capital divide el ámbito de las actividades humanas: producción o consumo. Cuando es consumo, gasto, diversión, recreación, se presenta como el disfrute de un valor de uso y el ejercicio de un "derecho" (la burguesía esgrime como su consigna más querida el derecho, los derechos , la igualdad de derechos; con lo cual oculta siempre, como demostró una y otra vez Marx, el problema mucho más interesante, de las posibilidades reales y de los procesos objetivos que determinan las posibilidades y las imposibilidades).
Como producción, la lectura es: trabajo, deber, empleo útil del tiempo. Actividad por medio de la cual uno se vuelve propietario de un saber, de una cantidad de conocimientos, o en términos más modernos o más descarnados, de una cantidad de información y, en términos algo pasados de moda "adquiere una cultura”. Este es el período del ahorro, de la capitalización; aquí es necesario abrir la caja de ahorros, la memoria y sus sucursales: archivadores, notas y ficheros.
En el primer momento se trata, como demostró Marx, de todo "consumo final", de la reproducción de las clases, aquí de la reproducción ideológica, de la inculcación de los "valores", las opiniones y las cegueras que necesita para funcionar".
En la segunda forma de lectura se procede por una división del trabajo mucho más precisa, puesto que la lectura, ahorro-deber, no es ya el consumo final sino la formación de los funcionarios de la repetición, de la reproducción ideológica, aun cuando se trate de una reproducción ampliada y su capital fructifique; es decir, no sólo transmiten los conocimientos adquiridos sino que los desarrollan; producen dentro de la misma rama, o tecnológicamente hablando `crean`. Pero sea que se trate como ahorro o como gasto, la lectura queda siempre como recepción.

Ahora bien, si la lectura no es recepción, es necesariamente interpretación. Volvemos pues a la interpretación.

Psicoanalítica, lingüística, marxista, la interpretación no es la simple aplicación de un saber, de un conjunto de conocimientos a un texto de tal manera que permita encontrar detrás de su conexión aparente, la ley interna de su producción. Ante todo porque ningún saber así es una posesión de un sujeto neutral, sino la sistematización progresiva de una lucha contra una fuerza específica de dominación; contra la explotación de clase y sus efectos sobre la conciencia, contra la opresión, contra las ilusiones teológicas, teleológicas subjetivistas, sedimentadas en la gramática y en la conciencia ingenua del lenguaje.
El texto citado en realidad es una alusión a Nietzsche.
Nietzsche dice: No nos liberamos de Dios mientras mantengamos nuestra fe ingenua en el lenguaje, porque el lenguaje, la gramática, impone un sujeto y distingue al sujeto de las actividades que realiza; esto es teológico; la estructura del lenguaje nos impone un sujeto allí donde el sentido de la frase lo destruye, por ejemplo, en la frase: el viento sopla. ¿Quién sopla? El viento. Qué sopla ni qué sopla, el viento es aire en movimiento, ahí no hay nadie que sople; pero la estructura del lenguaje nos impone siempre la denominación de la cosa como un sujeto que actúa y un objeto que padece. El sujeto impone. Eso lo había visto muy bien Nietzsche; en Más allá del bien y del mal lo plantea. El lenguaje nos impone una estructura teológica, por todas partes está inventando un sujeto de la acción y algo que padece la acción; por eso dice Nietzsche que no nos liberaremos de Dios mientras permanezcamos presos de la gramática.
Pregunta: ¿Dios entonces es la contaminación ideológica del lenguaje, la imposición subrepticia?
Respuesta: Sí, por eso cuando pronunciamos una palabra tenemos que vivir alerta de su contaminación ideológica. Las palabras no son indicador neutrales de un referente, sino calificativos aunque uno no lo quiera; en una determinada formación social, si uno dice mujer, con eso quiere ya decirlo todo: un ser que es mitad florero y mitad sirvienta, pero en otra formación social podría querer decir otra cosa, por ejemplo, compañera; pero siempre la palabra tiene una adherencia, la palabra es siempre más calificativa de lo que uno cree.
Nadie ha llegado a saber marxismo si no lo ha llegado a leer en una lucha contra la explotación, ni psicoanálisis si no lo ha leído (sufrido) desde un debate con sus problemas inconscientes; y el desarrollo de la lingüística y su meditación actual, por Derrida, muestra que nadie llegará a ser lingüista, sin una lucha contra la teología implícita en nuestro lenguaje y en las formas clásicas de pensarlo.
Unos psicoanalistas hablan del problema del tiempo propio del lenguaje: me refiero principalmente a Lacan y naturalmente a algunos de sus discípulos. El problema se puede describir así: cualquier formulación en el lenguaje, espera su sentido de lo que la complementa; lo que quiere decir que cualquier recepción del lenguaje es necesariamente una interpretación retrospectiva de cada uno de sus términos a la luz del conjunto de la frase o el texto.

Es decir, que no es una suma de informes progresivos, sino una reinterpretación por el conjunto de los momentos del discurso.

Hay pues una espera para la interpretación retrospectiva, que es el arte de escuchar, o si ustedes quieren, también el arte de leer pero ya en el lenguaje como tal, ya en el escuchar más simple, hay una espera, es un ejercicio interesante el de darse cuenta de que las palabras más corrientes son terriblemente indefinibles; si a uno le dicen qué quiere decir una palabra uno se pone a pensar seriamente en eso, se da rápidamente cuenta de que su significado depende de los contextos en que esté dicha, es decir, que si a nosotros nos preguntan por ejemplo qué quiere decir un verbo bien corriente, el verbo hacer: ¿qué es hacer? Hacer es casi todo, se puede dejar por hacer y deshacer un tejido. ¡No hagas eso!, se le dice al niño. ¿Y qué está haciendo él? Está deshaciendo algo, entonces hacer es deshacer. En una palabra, el término más corriente deriva su sentido del contexto.
El que crea encontrar el sentido de una fórmula de El Capital allí donde está y no tenga la idea del viaje de regreso, no lo encuentra. Por ejemplo, una fórmula como ésta: Se va a conocer el capital por medio del estudio de la mercancía, porque en las sociedades donde domina el modo de producción capitalista, la riqueza se presenta como una gran acumulación de mercancías. ¿Qué quiere decir "se presenta"?. Sólo avanzando en la lectura, llegamos a descubrir que esa tendencia a presentarse es esencial a la cosa, pero en la frase misma no sabemos qué es lo que quiere decir, pues Marx después demuestra que riqueza no es lo mismo que valor, que valor no es lo mismo que valor de uso, que todos los recursos naturales son riquezas aunque no sean valores, porque no son producto del trabajo, y luego nos ilustra más y nos dice que tienden a devenir mercancías precisamente por estar bajo un régimen de producción de mercancías, así pues sólo poco a poco la frase nos resulta inteligible retrospectivamente, pero inicialmente no da la razón de sí.
Ante la lectura, si se hace una lectura seria, se tiene que asumir una posición similar a la forma de escuchar que propuso Freud.

Suspender el juicio
(aceptar no saber)

Es necesario aprender una disciplina difícil; esa disciplina la puedo determinar así: la suspensión del juicio. El lector de El Capital tiene que tomar ese libro –o cualquier otro libro serio- como una pregunta. Si lo enfrenta como una respuesta anula toda posibilidad de lectura seria, es decir, transformadora. Con ese "método" se pueden dogmatizar hasta los libros más revolucionarios.
Uno de los problemas de la lectura es la lectura posesiva, cosa que a los estudiantes les cae supremamente bien, porque les enseña el modelo de la escalerita. La escalerita quiere decir: ir de escalón en escalón, de lo simple a lo complejo, y lo simple es el profesor. ¿Cuál simple? ¿Dónde hay algo simple? ¡Ah! pero la pedagogía dice: "primero los elementos esenciales y después veremos...".
Ese es el modelo desgraciadísimo y que nos produce el efecto de una lectura obsesiva. El obsesivo quiere orden; cada cosa en su lugar dice el ama de casa obsesiva, la neurosis colectiva del ama de casa lo manda así: el aseo, el orden, los pañales, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Y así quiere uno leer también: primero tengamos esto claro para poder seguir, porque cómo vamos a seguir si no tenemos eso claro. Esto es falso, pues precisamente los problemas se esclarecen después; es necesario seguir, plantear los problemas, volver, en síntesis, trabajar. ¡Qué cuentos de detenernos!



¡No! La lectura es riesgo. La exigencia de rigor muchas veces puede ser una racionalización, el temor al riesgo hace que la lectura sea prácticamente imposible y genera una lectura hostil a la escritura cuando lo que debe predicarse es exactamente lo contrario; que sólo se puede leer desde una escritura y que sólo el que escribe realmente lee. Porque no puede encontrar nada el que no está buscando y si por azar se lo encuentra, ¿cómo podría reconocerlo si no está buscando nada, y el que está buscando es el que está en el terreno de una batalla entre lo consciente y lo inconsciente, lo reprimido y lo informulable, lo racionalizado o idealizado y lo que efectivamente es válido? Si no está buscando nada, nada puede encontrar. Establecer el territorio de una búsqueda es precisamente escribir, en el sentido fuerte, no en el sentido de transcribir habladurías. Pero escribir en el sentido fuerte es tener siempre un problema, una incógnita abierta, que guía el pensamiento, guía la lectura; desde una escritura se puede leer, a no ser que uno tenga la tristeza de leer para presentar un examen, entonces le ha pasado lo peor que le puede pasar a uno en el mundo, ser estudiante y leer para presentar un examen y como no lo incorpora a su ser, lo olvida.

Esa es la única ventaja que tienen los estudiantes: que olvidan, afortunadamente; qué tal si tuvieran esa potencia vivificadora y limpiadora, qué tal que nos acordáramos de todo lo que nos enseñaron en el bachillerato.

domingo, 12 de agosto de 2007

TEXTO TEÓRICO-Estructura y morfología del cuento (Mempo Giardinelli)

Las que siguen son reflexiones, ideas sueltas, apuntes, surgidos a lo largo de muchos años de trabajar este género, de pensarlo y de hacer docencia en talleres.
Sobre las definiciones

Aunque ya he propuesto la idea de que el cuento es indefinible, no está de más recordar algunas definiciones más o menos clásicas que se han dado.
Carlos Mastrángelo da la siguiente: "1º) un cuento es una serie breve de incidentes; 2º) de ciclo acabado y perfecto como un círculo (en este punto anota que un buen cuento, por corto o largo que sea, es siempre un todo annónico y conc1uído); 3º) siendo muy esencial el argumento, el asunto o los incidentes en sí (porque, señala, "en el cuento nos interesa solamente lo que está sucediendo y cómo terminará ... " El cuento es el menos realista, sincero y exacto de los géneros narrativas. Mucho menos copiante y fiel, como expresión objetiva de la realidad, que el relato y la novela); 4º) trabados éstos en una única e ininterrumpida ilación; 5º) sin grandes intervalos de tiempo ni de espacio; 6º) rematados por un final imprevisto, adecuado y natural".
Por su parte, AIfredo Veiravé dice que "en sus características esenciales el cuento puede ser definido como una narración de corta duración que trata de un solo asunto y que, con un número limitado de personajes, es capaz de crear una situación condensada y cerrada".
Es clásica la definición de Pedro Laín Entralgo: "Relato de ficción que por su brevedad puede ser leído de una sentada. Un relato, por tanto, que en el decurso de no muchos minutos -quince, treinta, sesenta- nos hace conocer el planteamiento, el desarrollo y el desenlace de una acción humana imaginativamente inventada. El cuento, en suma, es la promesa de una evasión -y en consecuencia, de una autorrealización imaginativa- con cuyo término podemos contar cuando iniciamos su lectura".
Enrique Anderson Imbert da una completa definición en página 105.

Sobre la brevedad

Para Edmundo Valadés "el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si acaso, se sabe que su única inmutable característica es la brevedad". Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento corto, mini ficción, microcuento o microficción) el teórico chileno Juan Armando Epple distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad temá­tica, tensión e intensidad.
Esas cuatro características, por cierto, son aplicables a todos los cuentos, cualquiera sea su extensión, y no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi (ver entrevista en página 111) sostiene que la única y verdadera forma eficaz de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, no es otra que la cantidad de páginas que tiene cada texto.
Respecto de este punto es muy interesante esta otra idea de Epple: "El criterio fundamental para reconocerlos como relatos no es su brevedad, sino su estatuto ficticio". O sea, es la invención literaria -construída con sentido estético o fundamentada (o no) en la realidad real- lo que pemite reconocer a un cuento. Según él, el microcuento es "un concentrado ejercicio desti­nado a poner en tensión nuestras convicciones y hábitos de lectura". Sos­tiene que eso viene desde la Edad Media "cuando se empiezan a discernir, en las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en la literatura didáctica. Además de las expresiones de la tra­dición oral y popular como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el caso o la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos de discurso que se articulan en estatutos genéricos ya decan­tados en la tradición cultural, como el ejemplo, la alegoría, el apólogo o la parábola". Además, señala que de esa Edad Media vienen las expresiones precursoras de la literatura tal como la entendemos hoy, así como las proposiciones estéticas sobre la diferenciación de los géneros.
Más adelante agrega que "en la línea de relatos breves que establecen una relación inter-textual con la tradición clásica destacan las reelaboraciones de mitos e historias famosas, y la predilección por la fábula como modalidad narrativa de renovada eficacia". Esta es una costumbre hoy muy arraigada: casi un tópico contemporáneo, una manía académica falsamente borgeana. En pocas palabras: un lugar común. Claro que hay "fabulistas" modernos precisos y preciosos como ArreoIa, Monterroso o Denevi, pero es su talento e ingenio lo que da brillo a sus alegorías y parodias brevísimas, y no la mera utilización del recurso reelaborador. Y es Monterroso, como bien señala Epple, el que combina mejor ambas fuentes del cuento breve: la tradición oral y la libresca.
Según Epple la caracterización del cuento breve se sigue buscando "a partir de una comparación explícita o implícita con la novela, y los rasgos distintivos que se postulan (la brevedad, la singularidad temática, la tensión o la intensidad) siguen resultando insuficientes como categorías distinti­vas". Ello, porque las novelas cortas y los cuentos extensos cuestionan "el criterio tradicional de la extensión como límite entre ambos géneros. Y con el cuento brevísimo el problema se dificulta aún más, por su relación con un amplio registro de formas breves de sustrato oral o libresco".
El criterio de Epple (que él llama "provisional") para calificar a un cuento breve no se basa, pues, en la extensión ("el corpus va desde el relato de una sola línea al de una página") sino en el estrato del mundo narrado. "En la existencia de una situación narrativa única formulada en un espacio imaginario y un decurso temporal, aunque algunos elementos de esta tríada (acción, espacio, tiempo) estén simplemente sugeridos". Pone como ejemplo El sllelÍo de Monterroso y explica de esta manera el estrato narrativo único:
"Algo que hace o le ocurre a alguien alguna vez en algún lugar". Lo cual, por ser válido para todo tipo de cuento, una vez más me ratifica en la idea de la imposibilidad o inconveniencia de definir a este género literario.

Sobre enfoques o influencias


Aunque no me considero Un teórico del cuento, ni soy un crítico literario, he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que lleva la democracia, y particularmente la evolución de algunos autores. Lo más interesante del camino de un escritor es su crecimiento literario. Cuando, por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la evolución de autores a los que no se conoce personalmente, y luego se tiene acceso a sus últimas producciones, es posible apreciar la curva ascendente con el placer que produce el reconocimiento de la creación misma, esa epifanía que los escritores siempre queremos presenciar.
El mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente descono­cido en la Argentina) decía que hay dos tipos de escritores: los de imagi­nación y los de sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los segundos, "cuando no tienen genio, son absolutamente intolerables". Por supuesto, la felicidad literaria se produce cuando en los cuentos confluyen la imaginación y el sentimiento. Y esto es especialmente festejable en un país como el nuestro, donde no siempre los cuentistas carecen de talento, pero en el que en todo caso se publica demasiado cuento mediocre.
En un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento argentino después de tantos años de dictaduras, autoritarismo y censura, convenía -siempre conviene- tener el oído especialmente atento a cualquier voz que sobresalga de la medianía, la repetición y el cliché. En ese paisaje también distorsionado por complacencias, ninguneos y endiosamientos desmesura­dos, así como por la reiteración de esquemas cuentísticos y por el _frívolo _ mundillo literario, hay sin embargo obras dignas de atención en las que se destacan la seriedad de los enfoques, las lecturas que se entreven en algunos creadores, y la riqueza de prosas imaginativas, constantemente con un pie en la realidad y el otro en el terreno de lo fantástico. Cuentos como los de Carlos Roberto Morán, Miguel Angel Molfino, Pedro Lipcovich y muchos otros, en los que se siente esa rara virtud (Torri dixit) del "horror por las explicaciones y amplificaciones", y en muchas de cuyas tramas es posible advertir sutilmente -la frase es de Lugones, dice Borges- "el miedo de lo demasiado tarde".
En los libros de estos y otros autores se notan las influencias de algunos grandes maestros, pero todos tienen sus sellos personales. Lo cual lleva a esta reflexión: nada tienen de malo las influencias, y antes al contrario, todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia, libresco (creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes), en el sentido de que siempre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos. Eso es natural y lógico, no podría ser de otro modo salvo que uno fuese un ingenuo, un pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal especie realmente existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copiamos, aportando. Y para hacerla hay que leer, presenciar, experimentar: la literatura, pues, como conocimiento, corno toma y daca, como ontología.

Sobre la imaginación

Dice Juan Rulfo que "todo escritor que crea, es un mentiroso: la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. Considero que hay tres pasos: así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento; así también en la imaginación hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia".
Rulfo en esto se equivocaba, claro, porque el asunto no es tan sencillo y él lo sabía muy bien. Pero es evocable su enseñanza porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de su imaginario como él, y poquísimos lo manejaron con tanta intuición y sabiduría.
"Para mí lo primordial es la imaginación -escribió Rulfo-. Dentro de esos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar".
y es que, como ha dicho más sintética mente María Esther de Miguel:
"La imaginación permite ver cómo es la realidad del otro lado".

Sobre la sutileza y la alusión


La sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece importante que la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en la literatura de un país como el nuestro, que está tan inficionado de obviedades, lugares comunes, santificaciones baratas e irracionalidad. Esto hace que resulte más valioso el empeño de algunos autores por no explicarlo todo, sin que por ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo abstruso. Para esto hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la vez la mejor manera -literaria- de darle brillo a la alusión. Y manera creadora -dicho sea para completar el juego de palabras- de ilusión.
La verdadera eficacia de la elusión literaria es la que se desvincula del propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-lo­que-pasa) es la que no se propuso serio. Toda literatura que se obliga a imponer discursos, los mata. Toda literatura que no tiene discursos, como la que no tiene hechos, se esfuma. La buena literatura es la que no depende de la voluntad de los escritores, sino la que proviene simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad sólo se la sueña, imagina o alude, como aconseja Roa Bastos.
Lo que propongo es no caer en el costumbrismo fotográfico de cierta cuentística de los años 60 y70 que todavía se sigue escribiendo, alentada a veces por escritores que han descubierto el negocio de los talleres lite­rarios, de donde ahora parece salir, como producto de receta de cocina, lo que esquemática y burlona mente podríamos llamar "el-cuento-argenti­no-moderno". Pero tampoco se trata de caer en las falsas oscuridades que fomentan ciertos académicos emborrachados de semiótica y estructuralismo.

Sobre los temas


Otro aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Pre­fiero -y es una simple elección particular que nadie tiene que compartir­ que autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones, sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Lo prefiero en lugar de los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo.
Es por eso que en la revista Puro Cuento siempre procuré incluir cuentos que mostraran los diferentes paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural), y también nos ocupamos de cuentos que mostraban las múltiples facetas del amor; el erotismo y la ternura; el encuentro y el desencuentro de los seres humanos; la fantasía y el rigor; las diferentes lenguas que se hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y lo más extenso; lo clásico y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo experimental y lo conocido, e infinitos etcéteras.
Siempre sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor vitalidad tiene. Por la sencilla razón de que la gente jamás dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan, bien contado. Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de muchos editores. Y digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de lengua castellana. En general, los editores suponen conocer los gustos del público, que, dicen, no compra libros de cuentos. El público lector –sostienen– solo se interesa por obras de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que como el cuento no le gusta a la gente, por lo tanlo no editan libros de cuentos, con lo cual el cuento no se vende y ellos confirman que el cuento no gusta. En realidad, en base a esta convicción lo único que hacen es condicionar al público lector, cerrando así un perfecto círculo vicioso. Y esto es así porque es un fenómeno que no está regido por las leyes de la literatura ni del al1e, sino por las leyes del mercado.
Volviendo sobre los temas, ese verdadero precursor de la teoría y la práctica cuentística que fue el maestro riocuartense Carlos Mastrángelo enseña que "el cuento necesita un asunto o tema unívoco, no siempre apto para la Ilovela o el relato... En líneas generales, a una forma determinada corresponde un tema determinado también. Tema único, circunscrito, con­creto". Y es que, según el maestro Mastrángelo, debido a su pequeñez espacio-temporal, "el cuento no sólo admite sino que exige precisión, armonía y exactitud. Lo principal en él es el suceso y adónde nos conduce".
He leído en algún lado que proceder, en literatura, usando el pasado para la estructuración del presente es mérito o hallazgo de Eliot, quien era tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Lo cual suena bonito pero no necesariamente es verdad. El recurso es, a mi criterio, viejo como la literatura misma: al menos, no me consta que lo desconocieran los griegos, o Shakespeare, o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en estos años que se inscriben en esa tradición: uno es el que da título al volumen de Morán: Noticias de Sergio Oberti, un cuento admirable. Mediante el señalado recurso de la alusión, y a través de un discurso rayano en lo absurdo, toca nuestro reciente drama nacional de manera inteligente, con una delicadeza extrema, para convertirse -a mi criterio- en uno de los mejores cuentos sobre el tema de los desaparecidos que se hayan escrito. Somos y no somos, el tema del doble, en una recreación llena de talento, de poesía, de imaginación. En la tradición de los mejores cuentos argen­tinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es alusión porque es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo una mirada poética sobre el mundo que vivimos.
Los lectores advertirán que estas reflexiones me nacen a partir de la experiencia de meditar algunos cuentos concretos. En el caso de los de Miguel Ángel Molfino, me sucedió algo similar. Cuando leí por primera
vez La muerte viaja en Olivetti sentí que estaba ante uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo. Se trata de un cuento antológico, memorable, porque combina de la manera más sabia realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa Y poesía, y porque en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras caras de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios en busca de sus autores. En la literatura de MolfinO –me refiero a los cuentos que integran su libro El mismo viejo ruido– veo una serie de virtudes que me parecen ejemplares para lodo lector que ansíe ser escritor: en primer lugar, una vocación narrativa inquebrantable. Molfino tiene una brújula narrativa de Norte inmutable, que 110 le permite deslices, regodeos, demoras ni falsas densidades. Todo lo que cuenta tiene carnadura, sustancia y verosimilitud, aun _y precisamente- en la audacia de su constante vuelo imaginativo. Todo es literatura para él, y su punto de vista autoral siempre es agudo, original, sorprendente. Como sus maestros norteamericanos (Molfino es quizá uno de los escritores argentinos más norteamericanos que existen), colocado en situación de narrador siempre va al grano y sabe colocar el gancho a la mandíbula que deja al lector deslumbrado, lleno de preguntas, saboreando situaciones pero no sólo por las situaciones mismas sino por el modo como esas situaciones fueron colocadas en negro sobre blanco.
Si la literatura -y específicamente el género cuento– son como creo un camino hacia el conocimiento, una indagación sobre el alma humana y, sobre todo una propuesta formal siempre renovada y renovadora, las ca­pacidades literarias de Molfino son vastas y precisas. Maneja los intertextos con una solvencia poco común, y ejemplo de ello es Ralph Endicott, personaje secundario de Scott Fitzgerald y otros autores, que evoca a Pirandello, a Hemingway, a Riestra y que en ese primer relato lleno de encanto y sabrosura rinde homenaje a los Tough writers estadounidenses en un periplo delicioso por el naturalismo y la parodia; y en el que también están Larsen y Erdosain, responsable este último de conseguirle "empleo de muerto". Ese cuento se resuelve, además, de manera inusual mente brillante cuando el autor-narrador recupera el domino del cuento (que jamás había perdido narrativamente) y da cuenta de Ralph Endicott en una solitaria carretera chaqueña y en un viejo Di Tella 1500 que para mí es metáfora de las viejas Olivettis.
Los cuentos de estos autores -es evidente- son el resultado de bien digeridas lecturas, piedras basa les para la osadía intelectual y el experimentalismo. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho conocimiento, y ellos los tienen de sobra yeso es lo que les permite crear constantemente situaciones imprevistas y es lo que los hace estar, en sus textos, siempre más allá de la vulgaridad y más acá de la erudición pedante. De ahí la contextura compacta de sus personajes. Es lo mismo que pasa cuando uno lee cuentos de Angélica Gorodischer o de Abelardo Castillo: hay una solvencia cultural que sostiene el andamiaje estructural de cada cuento.
Pienso que uno tiene que procurar ser la clase de escritor que -más allá de sus temas- no se repite, no curte siempre la misma onda y no se reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. La clase de escritor que siempre busca andar por caminos difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro, parafraseando a Miguel Hemández, un rayo que no cesa.

Sobre la sensibilidad

En estos autores se encuentra otro de los aspectos que más me importa subrayar en los talleres: la sensibilidad. Porque todo buen cuento debe tocar alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de que ese cuento exista. Es decir: se lo escribe porque no se puede dejar de escribirIo. Es como si el cuento viniera empujando desde adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que uno tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo contienen.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Cuanto más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para lograr ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es 10 que se llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo) yeso le creará una empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el cuento se le tome inolvidable. Esta iden­tificación sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el alma del cuento, que es un alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuentos, será eterna, y ese cuento será clásico sólo en la medida que las diferentes generaciones y culturas lo acepten, reinventen y repitan.
Se sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo es indudable -y desdichado- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera, pero igualmente el autor debe crear su cuento teniendo en cuenta al lector. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe querer que así sea. Preocuparse ante la posibilidad de que eso no suceda. Es como tirar una botella al mar con un mensaje adentro: hay que hacerla con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro es lo que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la cordialidad de todo cuento: es un diálogo, una conversación amable en la que uno monologa y el otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega a la seducci6n del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que no equivale a hacerle concesiones, ni guiños, ni a darle explicaciones inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento. En palabras de Oliveira, personaje de Cortázar, "la explicación es siempre un error bien vestido". Y cabe recordar aquello de Paul Valéry sobre la realización de una obra: la "verdadera unidad" no se da en uno, en el autor. "Yo he escrito una partitura, pero no puedo escucharla sino ejecutada por el alma y el espíritu de los demás".
Si un arte tiene que ser entendido sólo por los entendidos, no es arte, sino la clave de una logia, piensa Denevi en Rosaura a las diez en esa parte memorable en la que el pintor defiende la idea de que al sentido común hay que defenderlo de esa corrupci6n de los sentidos que se llama arte moderno. (Que es una idea discutible, desde ya, porque el arte moderno es un continuo crecer, intentar formas e ir superponiendo lo estético. Sin arte moderno todo arte sería clásico y le estaría vedado expresar al Hombre en su tiempo, en cada tiempo. Aun lo clásico deviene de haber sido moderno. Hoy Rubens y Mozart son clásicos, pero en sus siglos fueron modernos. Y es que ser moderno es el destino de todo artista cabal, y a la vez es el único camino que conduce al cIacisismo). Como fuere, esto debe ser pro­fundamente reflexionado por todo cuentista que se precie de tal: ¿En qué papel estoy yo, autor de esta invención? ¿Y en cuál coloco, o quisiera que esté, el destinatario natural de este telegrama cifrado que estoy creando y que se llama cuento? ¿De qué manera nos vamos a encontrar, mi lector y
yo, en este hecho externo a él y a mí, en esta entidad autónoma, que es el cuento?

Sobre la astucia narrativa


Noé Jitrik afirma que "el escritor es sobre todo un astuto que se plantea su tarea desde el comienzo contando con su habilidad de engaño, es decir, de imaginación". Esto equivale a la recomendación que siempre hace Edmundo Valadés sobre la necesidad de "malicia" que debe tener todo buen cuentista. Coincidentemente, el crítico mexicano Raymundo Ramos ha sentenciado brillantemente que todo buen libro de cuentos debería poder subtitularse Malicia en el país de las maravillas.
Pero atención: la habilidad, la astucia, el engaño, no justifican completa­mente la arbitrariedad autoral, que debe ser siempre una arbitrariedad razo­nada, justificada, apoyada en la lógica interna de cada texto. En todo caso –en todos los casos– ésta debe ser sutil, delicada, sobria, apelando siempre a la inteligencia y a la sensibilidad del lector, y no al artificio, al "porque se me dio la gana", al "yo quise que fuese así". Cuando así se razona es porque no se está teniendo en cuenta al lector. Y es obvio que esto -precisamente esto- es lo que desautoriza los golpes bajos, los recursos inesperados o antojadizos. Es lo que descalifica los finales no indiciados y que no están contenidos en el mismo texto, en el lugar y momento oportunos.

Sobre el lector


Dice ese otro importante teórico que es Mario A. Lancelotti que "una teoría del género reclama, por lo demás, una estética del narrador y del lector... El cuento requiere una reducción del campo narrativo análoga al estrechamiento de consciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto modo, el cuentista procede como un obseso... Desde el punto de vista del lector, el cuento es acto riguroso de leer: lectura por excelencia. No Ieemos un cuento con los mismos ojos que siguen una novela o mediante un tratado científico. En la primera, la lectura no es jamás demasiado atenta y es natural que así sea: nos toma desde ángulos y distancias muy diversos. Distraído por una trama en la que de algún modo interviene, el lector lee y no lee a un tiempo. Una novela puede reposar en las manos. Un cuento es operación estricta del ojo: atención al estado puro. La menor desviación pone en peligro el incidente, que es el suceso y el efecto; en rigor, toda la historia. Más que a conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos y, estilísticamente, el cuentista es un virtuoso. Su tour de force consiste en convenir el acontecimiento en un lenguaje".
Sobre el lector del cuento breve, Epple sostiene que toda micro-ficción "dice más de lo que el texto explicita", y esto es evidente. Se trata entonces de azuzar la imaginación, de conmover y desatar la capacidad asociativa del lector. Produciendo risa o llanto, congoja o furia, o cualquier tipo de emoción empática, lo importante es que el cuento enciende luces en la inteligencia y en el corazón del lector. Desencadena acontecimientos inter­nos, y aún podría -aunque no es su misión, desde ya- desatar hechos concretos, acciones humanas. Suele decirse que lo importante es que el cuento requiere un lector activo, comprometido con lo que Ice; lo cual no deja de ser una verdad de perogrullo porque si el lector es pasivo y no se involucra en el texto, sencillamente lo abandona. Claro que no por eso hay que colocar todo el esfuerzo en el lector. El autor debe haber sabido encantarlo, fascinarlo, comprometerlo. Hacerle indispensable la continua­ción de la lectura. Hacerla socio en la empresa del cuento.
En opinión del cuentista colombiano-mexicano Marco Tulio Aguilera Garramuño en su valioso artículo de la revista Plural (NQ 176, Mayo de 1986), "cada cuentista instala su propia lógica y crea sus lectores, sus iniciados, su propio culto... Muchos cuentistas fracasan porque intentan demostrar tesis, ilustrar una situación, corregir una injusticia, enseñar a vivir a sus cuitados e ingenuos lectores. El buen lector de cuentos no es un subdotado y en la lectura no busca lecciones de moral. Es, por el contrario, una persona sensible que busca divertirse sin embrutecerse". Que no es otra cosa que el mandato cervantino, que siempre es oportuno recor­dar: en el prólogo de Don Quijote, Cervantes se refiere a la doble función de la literatura: entretener y hacer reflexionar.
El diálogo con el lector es capital en el cuento. Y ese diálogo, como ha apuntado Mastrángelo, "no permite la menor distracción del lector. Este se halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda completamente oscura Y tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las mágicas
palabras".

Sobre la estructura


Párrafos más adelante se ha hablado de la estructura del cuento, pero nos faltó decir qué entendemos por tal. Pues bien, en mi concepto la estructura de un relato no es otra cosa que su esqueleto, o si se quiere el tramado arquitectónico de columnas y vigas sobre el cual se sostendrán la ficción narrada (la historia, el contenido) y la narración misma (la forma, el estilo).
Por su parte, la cuentista Edelweis Serra sostiene que la estructura del cuento "resulta de la integración de tres estratos fundamentales corre­lacionados entre sí, sin prioridad valorativa del uno sobre el otro, antes bien en íntima interdependencia y mutua sustentación". Esos tres estratos son:
el de las objetividades representadas; el de los significados; y el de la palabra. El primero es el "mundo narrado, sencillamente el hecho que se narra, el suceso, el acontecimiento con sus episodios e incidentes. Desde este estrato se desprende el tema o contenido temático del cuento y por ende, su significado, y así entramos en el área del segundo estrato donde se configura una imagen y una interpretación de la realidad, del mundo narrado. Pero el ser del cuento y su manifestación fenomenológica no quedaría fraguado sin la concurrencia indispensable del estrato de la pa­labra, troquelación verbal del objeto narrado en solidaria unidad estructural. Esta estructura temaria, como se ve, no es divisible; los estratos se dan simultáneamente, íntimamente determinados entre sí, uno implica al otro y los tres, a una, constituyen la naturaleza óntica y fenoménico-estética del cuento".

Sobre la intensidad y la tensión


Hay otros dos aspectos que casi siempre aparecen poco explicados, y que suelen desesperar a los cuentistas noveles: la intensidad y la tensión.
"Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite o exige", escribió Julio Cortázar en su multicitado texto Algunos aspectos del cuento (en revista Casa de las Américas NQ 15-16, La Habana, Cuba, Febrero de 1963).
Por su parte, dice el escritor de ciencia-ficción J.G. Ballanj (citado por Cristina Peri-Rossi) que "el cuento está más cerca de la pintura. En general, no representa más que una escena. De este modo se puede obtener la intensidad y la convergencia, fuerte y brillante, que se encuentra en los cuadros superrealistas. Es mucho más difícil conseguir eso en una novela, porque eso comporta elementos narrativas. En la novela hay que construir el tiempo. En un relato, en cambio, se le puede eliminar y provocar esa extraña sensación, esa clase de atmósfera".
Y la misma Peri-Rossi aporta lo suyo: "El escritor de cuentos contem­poráneo no narra sólo por el placer de encadenar hechos de Una manera más o menos casual, sino para revelar lo que hay detrás de ellos; lo significativo no es lo que sucede (ya veces ocurre muy poco, Como en los relatos del magnífico escritor italiano Giorgio Manganelli) sino la manera de sentir, pensar, vivir esos hechos, es decir, su interpretación". En com­paración con la novela, dice que esta "en general procede por acumulación (de puntos de vista, hechos, tiempos, espacios), mientras que el relato moderno actúa por selección: elige un momento en el tiempo y 10 paraliza para interiorizar en él, para penetrarlo; elige un ángulo de mira y, por encima de todo, selecciona rigurosamente 10 narrado para provocar un solo efecto… Mientras la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un tiempo corto, como en el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo inmoviliza, lo suspende para penetrado".
Todo lo cual está contenido en aquella reiteradísima, vieja idea de Hemingway: "En el cuento el escritor gana por knock-out; en la novela, por puntos".
En lo que respecta a las comparaciones con la novela, casi todos los autores que han reflexionado el género cuento coinciden -palabra más, palabra menos- en que la función del cuento es agotar, por intensidad, una situación, mientras que la de la novela es desarrollar varias situaciones, a veces simultáneamente, y las cuales al yuxtaponerse provocan la ilusión del tiempo sucesivo.
Uno de los teóricos que más reflexionó acerca de la intensidad y la tensión del cuento, fue el maestro Mastrángelo: "El cuento empieza mo­viéndose. Nace caminando y no se detiene hasta el final. Es todo vitalidad, emoción y movimiento... El cuento, que nació oralmente, sigue conservando hoy, al cabo de varios milenios, sus dos características esenciales: su unilinealidad, es decir su espina dorsal, única e indivisible; y su unidad de asunto. Son las dos primeras leyes estructurales que lo apartan y lo alejan de la novela".
La unilinealidad del cuento y su unidad de asunto son dos aspectos que según Mastrángelo a menudo se olvidan. Y sin embargo, son el camino necesario para arribar a "otra ley de esta especie del género narrativo, más olvidada aún por los ensayistas: su unidad funcional, su armonía vital, o como quiera llamársele. Tal unidad funcional tiene dos fines primordiales: 1º) canalizar el interés o la emoción, entubando la mente del lector (ya que el cuento es un túnel, un sendero libre de malezas y otros obstáculos); y 2º) concentrar ese interés o emoción al final del suceso narrado, haciéndolo estallar o desvanecer tan radical y oportunamente (verdadero orgasmo psíquico) que el cuento lo ultime el mismo lector, sin previa advertencia ni presencia del cuentista",
La intensidad y la tensión tienen que ver con una de las peculiaridades del género: una pureza de elementos que no requieren otras expresiones narrativas. "Pureza de elementos, en el sentido de todo aquello imprescin­dible a los fines que se propuso el autor", escribe Mastrángelo. Y es que "en el abismal y maravilloso laboratorio de su cerebro, y en misteriosa com­binación del consciente con el inconsciente, el cuentista va recordando e inventando, seleccionando y recibiendo en su mente sólo lo que él necesita. A la inversa del relatador, que generalmente se ajusta a la realidad, el cuentista ajusta la realidad a él, cuando le puede ser útil. Por esto un cuento nada tiene que ver con la realidad propiamente dicha (aunque nos impresione más que un hecho que está acaeciendo ante nuestros propios ojos) y en cambio la mayoría de los relatos y muchos capítulos de novelas no son más que recuerdos o vivencias, y su autor un simple cronista con más o menos ingenio".
De modo que la intensidad y la tensión se constituyen en base a la unidireccionalidad inquebrantable de todo cuento. A la eliminación de lo que Cortázar llamó "ideas o situaciones intermedias, rellenos o fases de transición". Y esa unidireccionalidad no es otra cosa que el famoso knock­-out hemingwayiano. Sólo así "el cuento perfecto es concluido simultánea­mente por el lector y el autor -subraya Mastrángelo-. Si acontece lo contrario es porque algo fracasa. Eso último suele ocurrir cuando el autor apresura el final, adelantándose al ritmo del lector y del cuento mismo. Y, con mucha más frecuencia, cuando la dilata con alguna advertencia, expli­cación o rebuscando un corte definitivo. Porque en el cuento marchan unidos el que narra y el que lee, a un ritmo cada vez más acelerado, y hacia una meta a la que deben llegar al mismo tiempo". En cambio, "el lector de una novela puede ser arrastrado o tironeado por el autor. Este puede darse el lujo de adelantarse al leyente, de sumergirse o elevarse de tal modo que el lector lo pierda de vista por un instante. El lector, por su parte, puede darse el gusto o sufrir el accidente de distraerse y perder el hilo por un momento que puede significar todo un capítulo. No por eso dejará de leer la novela y no por eso dejará de agradarle o interesarle. Esta marcha paralela entre creador y destinatario puede ser -ya menudo es- irregular, arrítmica, intermitente, ajustándose sólo en las partes culminantes". Todo lo contrario sucede en el cuento, en el cual el "ajuste entre el escritor y su lector ha de iniciarse en la primera línea y finalizar en la última. Ahora bien: cuando no se produce este sincronismo (especialmente en las líneas finales) ¿dónde está la falla: en el lector o en el autor? Generalmente el que yerra es el cuentista. Además, él debe servir al lector y no a la inversa... Y este sincronismo ha de ser exacto en el instante último, pero a la vez existir durante todo el desarrollo del suceso. Mas es necesaria otra condi­ción para que eso sea posible, y es el estilo". Y no sólo eso: podríamos agregar, con e1lcórico mexicano Alberto Paredes, que "así como la unidad extrema define con buena precisión al cuento, otra constante es la atmósfera -lograda, por muy irreal y subjetiva que parezca, mediante una organi­zación efectiva de sus elementos- de revelación privilegiada que produce el cuenlo y denlro de la cual sucede su pequeño universo literario".

Sobre la concepción del mundo

La uruguaya Cristina Peri-Rossi ha señalado que: "La capacidad de simbolización me parece un nivel más complejo de nuestra actividad in­telectual. No narro para entretener, para ordenar una trama, sino para descubrir, para conocer, para elaborar una hipótesis del mundo, de modo que lo narrado se supedita a la intención, a la visión del mundo. Es que, parodiando a Rimbaud, el escritor es un visionario, o no es".
De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así sencillamente porque todo cuentista la tiene, 10 quiera o no, lo acepte o no. El escritor tiene siempre una posición ante la vida, y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción inevita­blemente estará contenida en todo lo que escriba. De ahí que, cuanto mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta, generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. De ahí la importancia de la lectura. Por eso en mis talleres la lectura de cuentos clásicos y contemporáneos, semana a semana, es obli­gatoria.
Porque pienso que no se puede ser buen escritor si no se es,
primero, un gran lector.
Sobre el cuento sin argumento


Dice Arturo Molina García que "en nuestros días se puede observar cómo muchos relatos breves, considerados como cuentos, no encajan exac­tamente en las coordenadas trazadas. Se trata de cuentos con finales abrup­tos que producen una sensación de fragilidad, como de algo inconcluso, pero, al mismo tiempo, llenos de las posibilidades sugerentes de lo que, a propósito, se deja abierto. Más aún: en nuestra época observamos con cierta frecuencia la falta de argumento, ingrediente imprescindible del cuento clásico. Se le ha dado el nombre de cuento-situación (narración-situación frente a narración-argumento)". Y opina luego que esto "demuestra una vez más que el cuento, como cualquier otro género literario, no es algo monolítico y apriorísticamente determinado, sino que evoluciona, dependiendo del estilo y de la sensibilidad hacia formas nuevas".
Wayne C. Booths, en La retórica de la ficción (citado por Alberto
Paredes en su estupendo estudio Las voces del relato) tiene un párrafo muy ilustrativo respecto de la llamada literatura sin argumento: "Teóricamente uno puede proyectar una novela en la que no se haga ningún intento de progresión hacia cualquier conclusión o iluminación final. Tal obra pudiera simplemente comunicar un sentido penetrante de que no es posible ninguna creencia, de que todo es caos, de que nadie ve en sU camino claramente, de que estamos comprometidos 'en un viaje hasta el fin de la noche'. En una obra de esta clase, no solamente el narrador y el lector marcharían juntos por entre las cuestiones no contestadas a medida que surgiesen, sino que presumiblemente también el autor implícito marcharía con ellos: nadie sería más juicioso por haber leído el libro. El autor de tal obra debe dejar la acción sin resolver: cualquier resolución implicaría un modelo de valores en relación con los cuales una situación sería más aproximadamente final que otra. Tan sólo un sentido irresuelto de continuación insensata haría
justicia a un tal nihilismo completo".
El lector puede remitirse también a la entrevista con Juan José Saer, incluída en este mismo libro (página 191).

Sobre la ironía

Puesto que éste es un aspecto sobre el cual uno podría extenderse casi interminablemente, citaré sólo una idea de Cristina Peri-Rossi que me parece una adecuada síntesis: "Hay recursos que empleo a menudo: la ruptura del plano del discurso narrativo con la incorporación de otro nivel, generalmente irónico. La ironía es un gran instrumento: crea distancia, y sólo en la distancia somos lúcidos, perversos, ambivalentes e inteligentes. Y uso la palabra 'perversos' en el sentido de que la paradoja pone en tela de juicio la normalidad, la naturaleza, la espontaneidad".

Sobre el punto de vista


Este es otro aspecto sobre el que se ha teorizado muchísimo. Y es que la diferenciación entre las Voces del autor, el narrador y los personajes, así como la elección del punto de vista en cada cuento, es uno de los aspectos más determinantes y de los que más fascinan a quienes reflexionan sobre este género. Enrique Anderson Imbert, en su extraordinaria obra Teoría y Técnica del Cuento; Oscar Tacca en Las Voces de la novela; así como Mastrángelo y muchos otros autores, han analizado todo esto exhaustiva mente. Acaso el más moderno y acabado estudio sea el de Alberto Paredes (Las voces del relato. Universidad Veracruzana, Xalapa, México, 1987), en el que desarrolla toda una completa teoría sobre el punto de vista.
Aunque a todos esos textos remito al lector interesado, no me resisto a citar aquí a Julio Cortázar: "El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendi­do del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso... Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá la mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una sola y la misma cosa ... En mis relatos en tercera persona he procurado casi siempre no salirme de una narración stricto sensu, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que el cuento en sí".

Sobre la diferencia entre relato y cuento


Es una pregunta que siempre hacen los tallereutas. Como se habrá advertido en las páginas anteriores, casi todos los autores suelen hablar indistintamente de cuento o de relato. Mi respuesta a esta duda, siempre, es la siguiente: lo que define a un texto como cuento es la vocación cuentística del texto, esa naturaleza ficcional que no siempre y no necesariamente tiene el relato, que puede ser descriptivo, de viaje, de memorias, etc. En este sentido, no estoy muy seguro de considerar cuentos a las fábulas de la antiguedad. Las anécdotas, chascarrillos, patrañas, paradojas, burlas y demás formas, tan frecuentes en la literatura española, tenían en realidad una finalidad didáctica o irónica. Pero carecían de vocación cuentística. Creo que conviene no confundir esto, modernamente. Un buen ejemplo serían los "cuentos" o chistes de un narrador oral como el famoso Luis Landriscina. Más allá de su gracia y de que cumplan con estructuras narrativas cuentísticas (tienen gancho, nudo y desenlace; tienen mecanismo de sorpresa, golpes de efecto, despiertan interés, etc), no son literatura. Dependen del histrionismo y la gracia de la oralidad, y nada garantiza que sean "escribibles". Más aún: si se los escribiera, lo más probable es que perderían casi toda la gracia de la oralidad.
Muchos autores, sin embargo, parecen considerar que toda narración literaria genéricamente es un relato. Por ejemplo, Paredes sostiene que relato es "toda obra de literatura de ficción que se constituye como narra­tiva. Es decir, una organización literaria que erige su propio universo donde hay acontecimientos (pasan cosas a personas) que deben interpretarse como reales en la lectura para que la obra funcione. La verosimilitud inherente a la narrativa consiste, precisamente, en el pacto establecido entre el autor y sus lectores: los sucesos relatados son reales (existen con plenitud) dentro del mundo erigido por el texto". Dentro del genérico, para él "el cuento es un relato cuyos fines se encaminan a la obtención de un efecto único o de uno principal. Todo en la escritura del texto se organiza con miras a dicho efecto único y final". De ahí que, razona, "puesto que la primera regla del juego es contar un tema y obtener un efecto de él, el trabajo narrativo del cuentista concluye al lograr el efecto del tema dado". Una vez obtenido esto, continuar el trabajo o ampliarlo en el curso de su desarrollo "significa rebasar los supuestos del cuento, o sea, transformar el texto en otro género de relato".

Sobre contenido y forma
(o la diferencia entre el qué y el cómo)


Hay otra cuestión central, respecto de la morfología, que merece una profunda reflexión: y es la relación entre el qué (contenido) y el cómo (forma). En otras palabras: ¿El cuento vale más por 10 contado, o por la manera como está contado? ¿Qué es lo que fascina a mi lector: lo que le conté o el modo como lo hice?
Dice el cuentista mexicano Guillermo Samperio, en el volumen colectivo El cuento está en no creérselo: "Quien se dedica a la escritura del cuento debe conocer todas las formas que el cuento ha cobrado en su historia, o hasta donde le sea posible conocerlas. Esta recomendación tiene la finalidad de que el cuentista esté al tanto del poder formal del cuento y sepa, al mismo tiempo, de las dimensiones del monstruo, de sus puntos débiles, de su corruptibilidad. Con este esfuerzo, el cuentista potenciará también incalcu­lablemente su oficio".
En cuanto al contenido y la forma, es evidente que uno debe cuidarse de no sobrecargar ni lo uno ni lo otro. Es sabido que el exceso contenidista suele ser descuidador de las formas, y ha dado lugar a una gigantesca literatura ideologista, panf1etaria, llena de buenas intenciones pero comple­tamente desprovista de calidad literaria. De hecho, las ideologías y la moral son –deberían ser– perfectas extranjeras en la patria de la literatura. Como bien ha dicho Samperio: "La libertad creadora sólo encuentra límite en los dogmas del escritor; por ello hay que combatir cualquier moral mientras las palabras avancen en la hoja en blanco".
Claro que también ha ocurrido lo opuesto: el exceso de formalismos vacíos que se explican mejor con el viejo chiste de Julio Toni (creo que también lo ha narrado Monterroso) del escritor que se pasó la vida, toda su larga vida, trabajando las formas para crear un estilo que impactara al mundo; y cuando llegó a tenerlo, resultó que no tenía nada para decir con él.
Valéry dice también que no existe el verdadero sentido de un texto, ni hay autoridad del autor. Sea lo que fuere lo que el autor quiso decir, se dijo lo que está escrito. Con esto, claro, no estaría de acuerdo un análisis estructuralista o semiótico, ni tampoco acordaría con eso un psicoanalista lacaniano, pero nos impone tener en cuenta que trabajamos con partículas sumamente peligrosas, letales: las palabras.
Esta sería la diferencia que hace Paredes entre historia y trama. La primera es aquello que se cuenta, el conjunto de acontecimientos vinculados y comunicados a lo largo del cuento, lo que ha ocurrido efectivamente dentro del mundo ficcional, la serie de hechos organizados casual o cronológicamente y que tienen su propio orden textual, porque como bien señala Todorov "en un relato la sucesión de las acciones no es arbitraria sino que obedece a una cierta lógica". En cambio la trama se refiere al modo como se describe 10 que sucede, lo que propone la historia. Paredes dice que, por lo tanto, "hay una conlpleja interacción de cuatro órdenes en el relato: la historia y su organización; la trama y la suya".
Como fuere, para la mayoría de los lectores y escribidores del mundo la anécdota sigue siendo, de hecho, lo que Huís importa en un cuento. Así
ha sido y probablemente seguirá siendo. Por eso maestros como Chejov, Poe y Quiroga –entre otros- han recomendado no introducir jamás nada que distraiga el efecto final. Esto es 10 que da unidad al cuento, y por eso el gran escritor dominicano Juan Bosch ha sentenciado que no son siquiera admisibles todas aquellas palabras que no sean esenciales al fin que se propone el autor, porque le restan fuerza dinámica al cuento.

Sobre los títulos de los textos


Unas últimas palabras para un asunto que parece nimio, pero ante el que casi no hay escritor novel que no sucumba: el de cómo titular un cuento. Si bien es obvio -y no está de más reiterarlo- que en estas materias no hay recetas, siempre sostengo que el título de cada cuento está siempre escondido dentro del mismo texto.
Por supuesto, es vicio contemporáneo pensar que los buenos títulos son los más efectistas, los publicitarios. En mi opinión eso es falso y vulgariza la literatura. Un buen título produce un determinado efecto, es verdad, pero eso no implica que deba ser efectista. Creo que no hace falta recurrir a los efectos graciosos, sino a la profundidad de pensamiento. Si se la tiene, claro. Y es recomendable pensar siempre que no se la tiene, para buscarla siempre, y probar y cambiar. Un buen título produce más y mejor efecto cuando es serio y representa la dimensión o el posible significado de todo un sistema de pensamiento, o de todo el libro. Los mejores títulos son globalizadores, y me parece que el autor debe meditar más seriamente acerca de los significados y no perder el tiempo buscando los probables efectos inme­diatos que suelen estar vinculados a la modernidad del siglo veinte, al marketing.
Hay títulos de gran efecto que a la vez son efectistas, desde ya. Pienso en algunos, para mí antológicos: Para comerte mejor (Gudiño Kieffer), La muerte tiene permiso (Valadés), El llano en llamas (Rulfo), Guerra del
tiempo (Carpentier).
Ya Baudelaire decía algo así como que la mayor -y mejor- astucia del diablo es hacemos creer que no existe. Con los títulos sucede algo similar: el mejor título acaso sea el que se nos escapa, el que hubiera sido, el que no supimos conseguir, el que nos llenó de frustraciones mientras 10
buscábamos.

Sobre una clasificación posible del cuento hispanoamericano


Como último aspecto, y siguiendo aquí a Alfredo Veiravé, se puede afirmar que "el cuento, como género literario, aparece en Hispanoamérica desprendido de cuadros costumbristas, relatos, fábulas y leyendas, cuyos orígenes se remontan a la literatura precolombina recogida de la tradición oral por los cronistas de Indias... Tienen un carácter documental y costumbrista, rasgo generalizador que atraviesa toda la literatura del siglo XIX desde el realismo al naturalismo". A partir de ahí, me parece útil recordar su clasificación del cuento hispanoamericano:
Cuento romántico: "Se desarrolla sobre una trama sentimental en la cual priva lo subjetivo del narrador, quien utiliza la primera persona para intro­ducir al lector en la emoción que transmite. Las descripciones y retratos de los personajes y las exclamaciones y exaltaciones del yo, denotan la expresión sincera de un narrador más sentimental que racional".
Cuento realista: La exaltación se sustituye por un tono "más objetivo y ceñido a la verosimilitud de los hechos narrados desde el exterior". Los personajes son menos complejos en sentimientos, tienen lenguajes pinto­rescos y utilizan giros populares, y el narrador suele funcionar como testigo u oyente. Cuento naturalista: "Incorpora a su temática los casos clínicos derivados de las leyes de la herencia y también los climas de trabajo que someten al individuo en anomalías de las cuales no puede escapar. La sordidez de la sociedad que explota al hombre se convierte, en Hispanoamérica, en denuncia y protesta contra un sometimiento infrahumano".
Cuento modernista: (ver las características descriptas en el capítulo "Breve Historia del Cuento Argentino", página 19).
Cuento regionalista: Aparece (con Quiroga y después de él) "un amplio campo temático ubicado en la confrontación hombre-naturaleza". Selvas, montañas y grandes ríos se incorporan como geografías literarias, e incluso episodios como la Revolución Mexicana pasan a formar parte del regionalismo porque "suministra a los cuentistas un material importante, que fue utilizado por numerosos narradores para crear un fresco o mural de las miserias y grandezas de los sucesos de la guerra revolucionaria",
Cuento vanguardista: Partiendo "de elementos realistas en escenarios nacionales (el porteño de Cortázar, el mexicano de Rulfo, el paraguayo de Roa Bastos), pero sobre la apariencia del 'criollismo' el narrador somete al Iector a una prueba de participación efectiva y directa en mundos ficticios o imaginarios... Deja en libertad a los personajes, contrapone tiempos diferentes, varía el relato lineal, crea escenas simultáneas y construye una estructura nueva en la cual aplica técnicas experimentales sobre temas nacionales".
Finalmente, puesto que este libro no pretende ser un manua -tal como se ha advertido reiteradamente desde el prólogo- no me extenderé acerca de muchos otros aspectos formales que hacen a la narración de un cuento literario. No obstante, me parece interesante señalar al menos los títulos de esos aspectos, que alguna vez, en otro libro, acaso quepa definir, puntualizar y desarrollar. (Y que son, de hecho, los múltiples aspectos que imparto en mis clases y que, estoy seguro, definen a todos los buenos talleres de cuento que hay en estos años en la República Argentina). El siguiente, pues, es sólo un listado de algunos de esos aspectos:
- El valor de los adjetivos.
- El sentido del todo.
- El ejercicio de la síntesis y de la economía textual cuentística. Con-
cisión, precisión, brevedad, densidad. Lo abstruso y lo críptico.
- Las diferencias y convergencias entre anécdota, historia, trama, tema y argumento.
- La inutilidad de las tesis (buenas intenciones, enseñanzas de vida, lecciones, moralejas).
- La preceptiva sobre los tres momentos del cuento: Gancho, Nudo y Desenlace.
- La teoría del final (que no es lo mismo que desenlace). La revelación, la develación y el estallido. El valor de lo inesperado, lo insospechado, El efecto a lograr, los múltiples efectos y el mal efecto que significan los golpes bajos al lector.
- La valoración de los indicios y su necesariedad.
- La imperiosa necesidad de mostrar, de pintar con trazos finos. El valor
de lo que Vladimir Nabokov llama "los preciosos detalles".
- Valoración del sentido del humor, el entretenimiento y la diversión; el remanso y la cordialidad; el momento amable que es la lectura de un cuento.
- La cuestión del estilo y la tersura de la prosa que hace llevadero al texto. En este punto -remito al lector interesado al impactante libro Ejer­cicios de estilo, del novelista francés Raymond Queneau (Ed. Cátedra, Madrid, 1989).
- La importancia de la seducción en el cuento, y el proceso de orga­nización y dosificación de la seducción.
- El mecanismo de sorpresa que todo cuento debe contener. El avance del suspenso y el apresamiento del interés del lector.
- El delineamiento de los personajes, que deben ser sólo los indispen­sables, y deben ser creíbles y vivos por m, fantástica e imaginativa que sea la historia que se cuenta.
- El valor de la escenografía, el sentido del espacio en el Cuento. - El ritmo interno de todo cuento, el valor de la secuencialidad y el
fraseo al servicio de la lógica interna que todo relato exige y contiene.
- La concepción del tiempo en el Cuento. Movimiento, velocidad na­rrativa, pausa y remanso.
- La sugerencia y la retórica como problemas a resolver. El valor del sobreentendido textual y cómo lograrlo.
- La concepción de lo "normal" y lo "anormal" en literatura. La lógica
interna de todo relato.
- El tono de un cuento.
- La cuestión de la atmósfera. El clima y el lempo cuentísticos.
- El alma de los cuentos.
- El universo creado en cada cuento, y la creación de universos lite-
rarios.
- Las referencias cultas: valor y disvalor de la erudición y el conoci­miento puntual, jergal o gremial.
- Pudor y vulgaridad. Audacia y pacatería. Censura y autocensura cuentística.
- La importancia de la acción narrada como sustitutiva de la reflexión autora! Límites y permisos de la reflexión.
- La cuestión de la poética cuentística.
- El problema de la autocrítica: autolectura, autocorrección, cepillado
y pulido del texto.
- La inspiración, la catarsis, la mera voluntad y los fatales enamoramientos autorales.

Tal como se dijo al principio de este capítulo, todos estos no son sino apuntes, observaciones, que deseo terminar con estas sabias palabras de Laín Entralgo: "Lector: procura tener siempre a mano una buena colección de cuentos, y después de tu joma da habitual, pasadas las horas en que el mundo ha sido para ti profesión, familia y país, entrégate a la aventura de realizarte a ti mismo en una tierra exótica, en una época remota, en el esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-ficción. Vive durante unos minutos del cuento, aunque esto parezca ser poco recomendable a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos hombres a los que suelen llamar 'realistas' quienes nunca han pensado en serio y laboriosamente acerca de la realidad. Hazlo así, y yo te aseguro que luego volverás a tu mundo –a tu profesión, a tu familia, a tu país– más nuevo y animoso, más joven; si me permites decido con la solemnidad y la ironía de los que saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno".