domingo, 12 de agosto de 2007

TEXTO TEÓRICO-Estructura y morfología del cuento (Mempo Giardinelli)

Las que siguen son reflexiones, ideas sueltas, apuntes, surgidos a lo largo de muchos años de trabajar este género, de pensarlo y de hacer docencia en talleres.
Sobre las definiciones

Aunque ya he propuesto la idea de que el cuento es indefinible, no está de más recordar algunas definiciones más o menos clásicas que se han dado.
Carlos Mastrángelo da la siguiente: "1º) un cuento es una serie breve de incidentes; 2º) de ciclo acabado y perfecto como un círculo (en este punto anota que un buen cuento, por corto o largo que sea, es siempre un todo annónico y conc1uído); 3º) siendo muy esencial el argumento, el asunto o los incidentes en sí (porque, señala, "en el cuento nos interesa solamente lo que está sucediendo y cómo terminará ... " El cuento es el menos realista, sincero y exacto de los géneros narrativas. Mucho menos copiante y fiel, como expresión objetiva de la realidad, que el relato y la novela); 4º) trabados éstos en una única e ininterrumpida ilación; 5º) sin grandes intervalos de tiempo ni de espacio; 6º) rematados por un final imprevisto, adecuado y natural".
Por su parte, AIfredo Veiravé dice que "en sus características esenciales el cuento puede ser definido como una narración de corta duración que trata de un solo asunto y que, con un número limitado de personajes, es capaz de crear una situación condensada y cerrada".
Es clásica la definición de Pedro Laín Entralgo: "Relato de ficción que por su brevedad puede ser leído de una sentada. Un relato, por tanto, que en el decurso de no muchos minutos -quince, treinta, sesenta- nos hace conocer el planteamiento, el desarrollo y el desenlace de una acción humana imaginativamente inventada. El cuento, en suma, es la promesa de una evasión -y en consecuencia, de una autorrealización imaginativa- con cuyo término podemos contar cuando iniciamos su lectura".
Enrique Anderson Imbert da una completa definición en página 105.

Sobre la brevedad

Para Edmundo Valadés "el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si acaso, se sabe que su única inmutable característica es la brevedad". Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento corto, mini ficción, microcuento o microficción) el teórico chileno Juan Armando Epple distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad temá­tica, tensión e intensidad.
Esas cuatro características, por cierto, son aplicables a todos los cuentos, cualquiera sea su extensión, y no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi (ver entrevista en página 111) sostiene que la única y verdadera forma eficaz de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, no es otra que la cantidad de páginas que tiene cada texto.
Respecto de este punto es muy interesante esta otra idea de Epple: "El criterio fundamental para reconocerlos como relatos no es su brevedad, sino su estatuto ficticio". O sea, es la invención literaria -construída con sentido estético o fundamentada (o no) en la realidad real- lo que pemite reconocer a un cuento. Según él, el microcuento es "un concentrado ejercicio desti­nado a poner en tensión nuestras convicciones y hábitos de lectura". Sos­tiene que eso viene desde la Edad Media "cuando se empiezan a discernir, en las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en la literatura didáctica. Además de las expresiones de la tra­dición oral y popular como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el caso o la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos de discurso que se articulan en estatutos genéricos ya decan­tados en la tradición cultural, como el ejemplo, la alegoría, el apólogo o la parábola". Además, señala que de esa Edad Media vienen las expresiones precursoras de la literatura tal como la entendemos hoy, así como las proposiciones estéticas sobre la diferenciación de los géneros.
Más adelante agrega que "en la línea de relatos breves que establecen una relación inter-textual con la tradición clásica destacan las reelaboraciones de mitos e historias famosas, y la predilección por la fábula como modalidad narrativa de renovada eficacia". Esta es una costumbre hoy muy arraigada: casi un tópico contemporáneo, una manía académica falsamente borgeana. En pocas palabras: un lugar común. Claro que hay "fabulistas" modernos precisos y preciosos como ArreoIa, Monterroso o Denevi, pero es su talento e ingenio lo que da brillo a sus alegorías y parodias brevísimas, y no la mera utilización del recurso reelaborador. Y es Monterroso, como bien señala Epple, el que combina mejor ambas fuentes del cuento breve: la tradición oral y la libresca.
Según Epple la caracterización del cuento breve se sigue buscando "a partir de una comparación explícita o implícita con la novela, y los rasgos distintivos que se postulan (la brevedad, la singularidad temática, la tensión o la intensidad) siguen resultando insuficientes como categorías distinti­vas". Ello, porque las novelas cortas y los cuentos extensos cuestionan "el criterio tradicional de la extensión como límite entre ambos géneros. Y con el cuento brevísimo el problema se dificulta aún más, por su relación con un amplio registro de formas breves de sustrato oral o libresco".
El criterio de Epple (que él llama "provisional") para calificar a un cuento breve no se basa, pues, en la extensión ("el corpus va desde el relato de una sola línea al de una página") sino en el estrato del mundo narrado. "En la existencia de una situación narrativa única formulada en un espacio imaginario y un decurso temporal, aunque algunos elementos de esta tríada (acción, espacio, tiempo) estén simplemente sugeridos". Pone como ejemplo El sllelÍo de Monterroso y explica de esta manera el estrato narrativo único:
"Algo que hace o le ocurre a alguien alguna vez en algún lugar". Lo cual, por ser válido para todo tipo de cuento, una vez más me ratifica en la idea de la imposibilidad o inconveniencia de definir a este género literario.

Sobre enfoques o influencias


Aunque no me considero Un teórico del cuento, ni soy un crítico literario, he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que lleva la democracia, y particularmente la evolución de algunos autores. Lo más interesante del camino de un escritor es su crecimiento literario. Cuando, por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la evolución de autores a los que no se conoce personalmente, y luego se tiene acceso a sus últimas producciones, es posible apreciar la curva ascendente con el placer que produce el reconocimiento de la creación misma, esa epifanía que los escritores siempre queremos presenciar.
El mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente descono­cido en la Argentina) decía que hay dos tipos de escritores: los de imagi­nación y los de sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los segundos, "cuando no tienen genio, son absolutamente intolerables". Por supuesto, la felicidad literaria se produce cuando en los cuentos confluyen la imaginación y el sentimiento. Y esto es especialmente festejable en un país como el nuestro, donde no siempre los cuentistas carecen de talento, pero en el que en todo caso se publica demasiado cuento mediocre.
En un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento argentino después de tantos años de dictaduras, autoritarismo y censura, convenía -siempre conviene- tener el oído especialmente atento a cualquier voz que sobresalga de la medianía, la repetición y el cliché. En ese paisaje también distorsionado por complacencias, ninguneos y endiosamientos desmesura­dos, así como por la reiteración de esquemas cuentísticos y por el _frívolo _ mundillo literario, hay sin embargo obras dignas de atención en las que se destacan la seriedad de los enfoques, las lecturas que se entreven en algunos creadores, y la riqueza de prosas imaginativas, constantemente con un pie en la realidad y el otro en el terreno de lo fantástico. Cuentos como los de Carlos Roberto Morán, Miguel Angel Molfino, Pedro Lipcovich y muchos otros, en los que se siente esa rara virtud (Torri dixit) del "horror por las explicaciones y amplificaciones", y en muchas de cuyas tramas es posible advertir sutilmente -la frase es de Lugones, dice Borges- "el miedo de lo demasiado tarde".
En los libros de estos y otros autores se notan las influencias de algunos grandes maestros, pero todos tienen sus sellos personales. Lo cual lleva a esta reflexión: nada tienen de malo las influencias, y antes al contrario, todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia, libresco (creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes), en el sentido de que siempre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos. Eso es natural y lógico, no podría ser de otro modo salvo que uno fuese un ingenuo, un pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal especie realmente existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copiamos, aportando. Y para hacerla hay que leer, presenciar, experimentar: la literatura, pues, como conocimiento, corno toma y daca, como ontología.

Sobre la imaginación

Dice Juan Rulfo que "todo escritor que crea, es un mentiroso: la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. Considero que hay tres pasos: así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento; así también en la imaginación hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia".
Rulfo en esto se equivocaba, claro, porque el asunto no es tan sencillo y él lo sabía muy bien. Pero es evocable su enseñanza porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de su imaginario como él, y poquísimos lo manejaron con tanta intuición y sabiduría.
"Para mí lo primordial es la imaginación -escribió Rulfo-. Dentro de esos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar".
y es que, como ha dicho más sintética mente María Esther de Miguel:
"La imaginación permite ver cómo es la realidad del otro lado".

Sobre la sutileza y la alusión


La sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece importante que la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en la literatura de un país como el nuestro, que está tan inficionado de obviedades, lugares comunes, santificaciones baratas e irracionalidad. Esto hace que resulte más valioso el empeño de algunos autores por no explicarlo todo, sin que por ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo abstruso. Para esto hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la vez la mejor manera -literaria- de darle brillo a la alusión. Y manera creadora -dicho sea para completar el juego de palabras- de ilusión.
La verdadera eficacia de la elusión literaria es la que se desvincula del propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-lo­que-pasa) es la que no se propuso serio. Toda literatura que se obliga a imponer discursos, los mata. Toda literatura que no tiene discursos, como la que no tiene hechos, se esfuma. La buena literatura es la que no depende de la voluntad de los escritores, sino la que proviene simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad sólo se la sueña, imagina o alude, como aconseja Roa Bastos.
Lo que propongo es no caer en el costumbrismo fotográfico de cierta cuentística de los años 60 y70 que todavía se sigue escribiendo, alentada a veces por escritores que han descubierto el negocio de los talleres lite­rarios, de donde ahora parece salir, como producto de receta de cocina, lo que esquemática y burlona mente podríamos llamar "el-cuento-argenti­no-moderno". Pero tampoco se trata de caer en las falsas oscuridades que fomentan ciertos académicos emborrachados de semiótica y estructuralismo.

Sobre los temas


Otro aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Pre­fiero -y es una simple elección particular que nadie tiene que compartir­ que autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones, sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Lo prefiero en lugar de los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo.
Es por eso que en la revista Puro Cuento siempre procuré incluir cuentos que mostraran los diferentes paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural), y también nos ocupamos de cuentos que mostraban las múltiples facetas del amor; el erotismo y la ternura; el encuentro y el desencuentro de los seres humanos; la fantasía y el rigor; las diferentes lenguas que se hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y lo más extenso; lo clásico y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo experimental y lo conocido, e infinitos etcéteras.
Siempre sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor vitalidad tiene. Por la sencilla razón de que la gente jamás dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan, bien contado. Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de muchos editores. Y digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de lengua castellana. En general, los editores suponen conocer los gustos del público, que, dicen, no compra libros de cuentos. El público lector –sostienen– solo se interesa por obras de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que como el cuento no le gusta a la gente, por lo tanlo no editan libros de cuentos, con lo cual el cuento no se vende y ellos confirman que el cuento no gusta. En realidad, en base a esta convicción lo único que hacen es condicionar al público lector, cerrando así un perfecto círculo vicioso. Y esto es así porque es un fenómeno que no está regido por las leyes de la literatura ni del al1e, sino por las leyes del mercado.
Volviendo sobre los temas, ese verdadero precursor de la teoría y la práctica cuentística que fue el maestro riocuartense Carlos Mastrángelo enseña que "el cuento necesita un asunto o tema unívoco, no siempre apto para la Ilovela o el relato... En líneas generales, a una forma determinada corresponde un tema determinado también. Tema único, circunscrito, con­creto". Y es que, según el maestro Mastrángelo, debido a su pequeñez espacio-temporal, "el cuento no sólo admite sino que exige precisión, armonía y exactitud. Lo principal en él es el suceso y adónde nos conduce".
He leído en algún lado que proceder, en literatura, usando el pasado para la estructuración del presente es mérito o hallazgo de Eliot, quien era tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Lo cual suena bonito pero no necesariamente es verdad. El recurso es, a mi criterio, viejo como la literatura misma: al menos, no me consta que lo desconocieran los griegos, o Shakespeare, o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en estos años que se inscriben en esa tradición: uno es el que da título al volumen de Morán: Noticias de Sergio Oberti, un cuento admirable. Mediante el señalado recurso de la alusión, y a través de un discurso rayano en lo absurdo, toca nuestro reciente drama nacional de manera inteligente, con una delicadeza extrema, para convertirse -a mi criterio- en uno de los mejores cuentos sobre el tema de los desaparecidos que se hayan escrito. Somos y no somos, el tema del doble, en una recreación llena de talento, de poesía, de imaginación. En la tradición de los mejores cuentos argen­tinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es alusión porque es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo una mirada poética sobre el mundo que vivimos.
Los lectores advertirán que estas reflexiones me nacen a partir de la experiencia de meditar algunos cuentos concretos. En el caso de los de Miguel Ángel Molfino, me sucedió algo similar. Cuando leí por primera
vez La muerte viaja en Olivetti sentí que estaba ante uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo. Se trata de un cuento antológico, memorable, porque combina de la manera más sabia realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa Y poesía, y porque en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras caras de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios en busca de sus autores. En la literatura de MolfinO –me refiero a los cuentos que integran su libro El mismo viejo ruido– veo una serie de virtudes que me parecen ejemplares para lodo lector que ansíe ser escritor: en primer lugar, una vocación narrativa inquebrantable. Molfino tiene una brújula narrativa de Norte inmutable, que 110 le permite deslices, regodeos, demoras ni falsas densidades. Todo lo que cuenta tiene carnadura, sustancia y verosimilitud, aun _y precisamente- en la audacia de su constante vuelo imaginativo. Todo es literatura para él, y su punto de vista autoral siempre es agudo, original, sorprendente. Como sus maestros norteamericanos (Molfino es quizá uno de los escritores argentinos más norteamericanos que existen), colocado en situación de narrador siempre va al grano y sabe colocar el gancho a la mandíbula que deja al lector deslumbrado, lleno de preguntas, saboreando situaciones pero no sólo por las situaciones mismas sino por el modo como esas situaciones fueron colocadas en negro sobre blanco.
Si la literatura -y específicamente el género cuento– son como creo un camino hacia el conocimiento, una indagación sobre el alma humana y, sobre todo una propuesta formal siempre renovada y renovadora, las ca­pacidades literarias de Molfino son vastas y precisas. Maneja los intertextos con una solvencia poco común, y ejemplo de ello es Ralph Endicott, personaje secundario de Scott Fitzgerald y otros autores, que evoca a Pirandello, a Hemingway, a Riestra y que en ese primer relato lleno de encanto y sabrosura rinde homenaje a los Tough writers estadounidenses en un periplo delicioso por el naturalismo y la parodia; y en el que también están Larsen y Erdosain, responsable este último de conseguirle "empleo de muerto". Ese cuento se resuelve, además, de manera inusual mente brillante cuando el autor-narrador recupera el domino del cuento (que jamás había perdido narrativamente) y da cuenta de Ralph Endicott en una solitaria carretera chaqueña y en un viejo Di Tella 1500 que para mí es metáfora de las viejas Olivettis.
Los cuentos de estos autores -es evidente- son el resultado de bien digeridas lecturas, piedras basa les para la osadía intelectual y el experimentalismo. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho conocimiento, y ellos los tienen de sobra yeso es lo que les permite crear constantemente situaciones imprevistas y es lo que los hace estar, en sus textos, siempre más allá de la vulgaridad y más acá de la erudición pedante. De ahí la contextura compacta de sus personajes. Es lo mismo que pasa cuando uno lee cuentos de Angélica Gorodischer o de Abelardo Castillo: hay una solvencia cultural que sostiene el andamiaje estructural de cada cuento.
Pienso que uno tiene que procurar ser la clase de escritor que -más allá de sus temas- no se repite, no curte siempre la misma onda y no se reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. La clase de escritor que siempre busca andar por caminos difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro, parafraseando a Miguel Hemández, un rayo que no cesa.

Sobre la sensibilidad

En estos autores se encuentra otro de los aspectos que más me importa subrayar en los talleres: la sensibilidad. Porque todo buen cuento debe tocar alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de que ese cuento exista. Es decir: se lo escribe porque no se puede dejar de escribirIo. Es como si el cuento viniera empujando desde adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que uno tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo contienen.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Cuanto más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para lograr ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es 10 que se llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo) yeso le creará una empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el cuento se le tome inolvidable. Esta iden­tificación sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el alma del cuento, que es un alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuentos, será eterna, y ese cuento será clásico sólo en la medida que las diferentes generaciones y culturas lo acepten, reinventen y repitan.
Se sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo es indudable -y desdichado- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera, pero igualmente el autor debe crear su cuento teniendo en cuenta al lector. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe querer que así sea. Preocuparse ante la posibilidad de que eso no suceda. Es como tirar una botella al mar con un mensaje adentro: hay que hacerla con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro es lo que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la cordialidad de todo cuento: es un diálogo, una conversación amable en la que uno monologa y el otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega a la seducci6n del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que no equivale a hacerle concesiones, ni guiños, ni a darle explicaciones inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento. En palabras de Oliveira, personaje de Cortázar, "la explicación es siempre un error bien vestido". Y cabe recordar aquello de Paul Valéry sobre la realización de una obra: la "verdadera unidad" no se da en uno, en el autor. "Yo he escrito una partitura, pero no puedo escucharla sino ejecutada por el alma y el espíritu de los demás".
Si un arte tiene que ser entendido sólo por los entendidos, no es arte, sino la clave de una logia, piensa Denevi en Rosaura a las diez en esa parte memorable en la que el pintor defiende la idea de que al sentido común hay que defenderlo de esa corrupci6n de los sentidos que se llama arte moderno. (Que es una idea discutible, desde ya, porque el arte moderno es un continuo crecer, intentar formas e ir superponiendo lo estético. Sin arte moderno todo arte sería clásico y le estaría vedado expresar al Hombre en su tiempo, en cada tiempo. Aun lo clásico deviene de haber sido moderno. Hoy Rubens y Mozart son clásicos, pero en sus siglos fueron modernos. Y es que ser moderno es el destino de todo artista cabal, y a la vez es el único camino que conduce al cIacisismo). Como fuere, esto debe ser pro­fundamente reflexionado por todo cuentista que se precie de tal: ¿En qué papel estoy yo, autor de esta invención? ¿Y en cuál coloco, o quisiera que esté, el destinatario natural de este telegrama cifrado que estoy creando y que se llama cuento? ¿De qué manera nos vamos a encontrar, mi lector y
yo, en este hecho externo a él y a mí, en esta entidad autónoma, que es el cuento?

Sobre la astucia narrativa


Noé Jitrik afirma que "el escritor es sobre todo un astuto que se plantea su tarea desde el comienzo contando con su habilidad de engaño, es decir, de imaginación". Esto equivale a la recomendación que siempre hace Edmundo Valadés sobre la necesidad de "malicia" que debe tener todo buen cuentista. Coincidentemente, el crítico mexicano Raymundo Ramos ha sentenciado brillantemente que todo buen libro de cuentos debería poder subtitularse Malicia en el país de las maravillas.
Pero atención: la habilidad, la astucia, el engaño, no justifican completa­mente la arbitrariedad autoral, que debe ser siempre una arbitrariedad razo­nada, justificada, apoyada en la lógica interna de cada texto. En todo caso –en todos los casos– ésta debe ser sutil, delicada, sobria, apelando siempre a la inteligencia y a la sensibilidad del lector, y no al artificio, al "porque se me dio la gana", al "yo quise que fuese así". Cuando así se razona es porque no se está teniendo en cuenta al lector. Y es obvio que esto -precisamente esto- es lo que desautoriza los golpes bajos, los recursos inesperados o antojadizos. Es lo que descalifica los finales no indiciados y que no están contenidos en el mismo texto, en el lugar y momento oportunos.

Sobre el lector


Dice ese otro importante teórico que es Mario A. Lancelotti que "una teoría del género reclama, por lo demás, una estética del narrador y del lector... El cuento requiere una reducción del campo narrativo análoga al estrechamiento de consciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto modo, el cuentista procede como un obseso... Desde el punto de vista del lector, el cuento es acto riguroso de leer: lectura por excelencia. No Ieemos un cuento con los mismos ojos que siguen una novela o mediante un tratado científico. En la primera, la lectura no es jamás demasiado atenta y es natural que así sea: nos toma desde ángulos y distancias muy diversos. Distraído por una trama en la que de algún modo interviene, el lector lee y no lee a un tiempo. Una novela puede reposar en las manos. Un cuento es operación estricta del ojo: atención al estado puro. La menor desviación pone en peligro el incidente, que es el suceso y el efecto; en rigor, toda la historia. Más que a conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos y, estilísticamente, el cuentista es un virtuoso. Su tour de force consiste en convenir el acontecimiento en un lenguaje".
Sobre el lector del cuento breve, Epple sostiene que toda micro-ficción "dice más de lo que el texto explicita", y esto es evidente. Se trata entonces de azuzar la imaginación, de conmover y desatar la capacidad asociativa del lector. Produciendo risa o llanto, congoja o furia, o cualquier tipo de emoción empática, lo importante es que el cuento enciende luces en la inteligencia y en el corazón del lector. Desencadena acontecimientos inter­nos, y aún podría -aunque no es su misión, desde ya- desatar hechos concretos, acciones humanas. Suele decirse que lo importante es que el cuento requiere un lector activo, comprometido con lo que Ice; lo cual no deja de ser una verdad de perogrullo porque si el lector es pasivo y no se involucra en el texto, sencillamente lo abandona. Claro que no por eso hay que colocar todo el esfuerzo en el lector. El autor debe haber sabido encantarlo, fascinarlo, comprometerlo. Hacerle indispensable la continua­ción de la lectura. Hacerla socio en la empresa del cuento.
En opinión del cuentista colombiano-mexicano Marco Tulio Aguilera Garramuño en su valioso artículo de la revista Plural (NQ 176, Mayo de 1986), "cada cuentista instala su propia lógica y crea sus lectores, sus iniciados, su propio culto... Muchos cuentistas fracasan porque intentan demostrar tesis, ilustrar una situación, corregir una injusticia, enseñar a vivir a sus cuitados e ingenuos lectores. El buen lector de cuentos no es un subdotado y en la lectura no busca lecciones de moral. Es, por el contrario, una persona sensible que busca divertirse sin embrutecerse". Que no es otra cosa que el mandato cervantino, que siempre es oportuno recor­dar: en el prólogo de Don Quijote, Cervantes se refiere a la doble función de la literatura: entretener y hacer reflexionar.
El diálogo con el lector es capital en el cuento. Y ese diálogo, como ha apuntado Mastrángelo, "no permite la menor distracción del lector. Este se halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda completamente oscura Y tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las mágicas
palabras".

Sobre la estructura


Párrafos más adelante se ha hablado de la estructura del cuento, pero nos faltó decir qué entendemos por tal. Pues bien, en mi concepto la estructura de un relato no es otra cosa que su esqueleto, o si se quiere el tramado arquitectónico de columnas y vigas sobre el cual se sostendrán la ficción narrada (la historia, el contenido) y la narración misma (la forma, el estilo).
Por su parte, la cuentista Edelweis Serra sostiene que la estructura del cuento "resulta de la integración de tres estratos fundamentales corre­lacionados entre sí, sin prioridad valorativa del uno sobre el otro, antes bien en íntima interdependencia y mutua sustentación". Esos tres estratos son:
el de las objetividades representadas; el de los significados; y el de la palabra. El primero es el "mundo narrado, sencillamente el hecho que se narra, el suceso, el acontecimiento con sus episodios e incidentes. Desde este estrato se desprende el tema o contenido temático del cuento y por ende, su significado, y así entramos en el área del segundo estrato donde se configura una imagen y una interpretación de la realidad, del mundo narrado. Pero el ser del cuento y su manifestación fenomenológica no quedaría fraguado sin la concurrencia indispensable del estrato de la pa­labra, troquelación verbal del objeto narrado en solidaria unidad estructural. Esta estructura temaria, como se ve, no es divisible; los estratos se dan simultáneamente, íntimamente determinados entre sí, uno implica al otro y los tres, a una, constituyen la naturaleza óntica y fenoménico-estética del cuento".

Sobre la intensidad y la tensión


Hay otros dos aspectos que casi siempre aparecen poco explicados, y que suelen desesperar a los cuentistas noveles: la intensidad y la tensión.
"Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite o exige", escribió Julio Cortázar en su multicitado texto Algunos aspectos del cuento (en revista Casa de las Américas NQ 15-16, La Habana, Cuba, Febrero de 1963).
Por su parte, dice el escritor de ciencia-ficción J.G. Ballanj (citado por Cristina Peri-Rossi) que "el cuento está más cerca de la pintura. En general, no representa más que una escena. De este modo se puede obtener la intensidad y la convergencia, fuerte y brillante, que se encuentra en los cuadros superrealistas. Es mucho más difícil conseguir eso en una novela, porque eso comporta elementos narrativas. En la novela hay que construir el tiempo. En un relato, en cambio, se le puede eliminar y provocar esa extraña sensación, esa clase de atmósfera".
Y la misma Peri-Rossi aporta lo suyo: "El escritor de cuentos contem­poráneo no narra sólo por el placer de encadenar hechos de Una manera más o menos casual, sino para revelar lo que hay detrás de ellos; lo significativo no es lo que sucede (ya veces ocurre muy poco, Como en los relatos del magnífico escritor italiano Giorgio Manganelli) sino la manera de sentir, pensar, vivir esos hechos, es decir, su interpretación". En com­paración con la novela, dice que esta "en general procede por acumulación (de puntos de vista, hechos, tiempos, espacios), mientras que el relato moderno actúa por selección: elige un momento en el tiempo y 10 paraliza para interiorizar en él, para penetrarlo; elige un ángulo de mira y, por encima de todo, selecciona rigurosamente 10 narrado para provocar un solo efecto… Mientras la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un tiempo corto, como en el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo inmoviliza, lo suspende para penetrado".
Todo lo cual está contenido en aquella reiteradísima, vieja idea de Hemingway: "En el cuento el escritor gana por knock-out; en la novela, por puntos".
En lo que respecta a las comparaciones con la novela, casi todos los autores que han reflexionado el género cuento coinciden -palabra más, palabra menos- en que la función del cuento es agotar, por intensidad, una situación, mientras que la de la novela es desarrollar varias situaciones, a veces simultáneamente, y las cuales al yuxtaponerse provocan la ilusión del tiempo sucesivo.
Uno de los teóricos que más reflexionó acerca de la intensidad y la tensión del cuento, fue el maestro Mastrángelo: "El cuento empieza mo­viéndose. Nace caminando y no se detiene hasta el final. Es todo vitalidad, emoción y movimiento... El cuento, que nació oralmente, sigue conservando hoy, al cabo de varios milenios, sus dos características esenciales: su unilinealidad, es decir su espina dorsal, única e indivisible; y su unidad de asunto. Son las dos primeras leyes estructurales que lo apartan y lo alejan de la novela".
La unilinealidad del cuento y su unidad de asunto son dos aspectos que según Mastrángelo a menudo se olvidan. Y sin embargo, son el camino necesario para arribar a "otra ley de esta especie del género narrativo, más olvidada aún por los ensayistas: su unidad funcional, su armonía vital, o como quiera llamársele. Tal unidad funcional tiene dos fines primordiales: 1º) canalizar el interés o la emoción, entubando la mente del lector (ya que el cuento es un túnel, un sendero libre de malezas y otros obstáculos); y 2º) concentrar ese interés o emoción al final del suceso narrado, haciéndolo estallar o desvanecer tan radical y oportunamente (verdadero orgasmo psíquico) que el cuento lo ultime el mismo lector, sin previa advertencia ni presencia del cuentista",
La intensidad y la tensión tienen que ver con una de las peculiaridades del género: una pureza de elementos que no requieren otras expresiones narrativas. "Pureza de elementos, en el sentido de todo aquello imprescin­dible a los fines que se propuso el autor", escribe Mastrángelo. Y es que "en el abismal y maravilloso laboratorio de su cerebro, y en misteriosa com­binación del consciente con el inconsciente, el cuentista va recordando e inventando, seleccionando y recibiendo en su mente sólo lo que él necesita. A la inversa del relatador, que generalmente se ajusta a la realidad, el cuentista ajusta la realidad a él, cuando le puede ser útil. Por esto un cuento nada tiene que ver con la realidad propiamente dicha (aunque nos impresione más que un hecho que está acaeciendo ante nuestros propios ojos) y en cambio la mayoría de los relatos y muchos capítulos de novelas no son más que recuerdos o vivencias, y su autor un simple cronista con más o menos ingenio".
De modo que la intensidad y la tensión se constituyen en base a la unidireccionalidad inquebrantable de todo cuento. A la eliminación de lo que Cortázar llamó "ideas o situaciones intermedias, rellenos o fases de transición". Y esa unidireccionalidad no es otra cosa que el famoso knock­-out hemingwayiano. Sólo así "el cuento perfecto es concluido simultánea­mente por el lector y el autor -subraya Mastrángelo-. Si acontece lo contrario es porque algo fracasa. Eso último suele ocurrir cuando el autor apresura el final, adelantándose al ritmo del lector y del cuento mismo. Y, con mucha más frecuencia, cuando la dilata con alguna advertencia, expli­cación o rebuscando un corte definitivo. Porque en el cuento marchan unidos el que narra y el que lee, a un ritmo cada vez más acelerado, y hacia una meta a la que deben llegar al mismo tiempo". En cambio, "el lector de una novela puede ser arrastrado o tironeado por el autor. Este puede darse el lujo de adelantarse al leyente, de sumergirse o elevarse de tal modo que el lector lo pierda de vista por un instante. El lector, por su parte, puede darse el gusto o sufrir el accidente de distraerse y perder el hilo por un momento que puede significar todo un capítulo. No por eso dejará de leer la novela y no por eso dejará de agradarle o interesarle. Esta marcha paralela entre creador y destinatario puede ser -ya menudo es- irregular, arrítmica, intermitente, ajustándose sólo en las partes culminantes". Todo lo contrario sucede en el cuento, en el cual el "ajuste entre el escritor y su lector ha de iniciarse en la primera línea y finalizar en la última. Ahora bien: cuando no se produce este sincronismo (especialmente en las líneas finales) ¿dónde está la falla: en el lector o en el autor? Generalmente el que yerra es el cuentista. Además, él debe servir al lector y no a la inversa... Y este sincronismo ha de ser exacto en el instante último, pero a la vez existir durante todo el desarrollo del suceso. Mas es necesaria otra condi­ción para que eso sea posible, y es el estilo". Y no sólo eso: podríamos agregar, con e1lcórico mexicano Alberto Paredes, que "así como la unidad extrema define con buena precisión al cuento, otra constante es la atmósfera -lograda, por muy irreal y subjetiva que parezca, mediante una organi­zación efectiva de sus elementos- de revelación privilegiada que produce el cuenlo y denlro de la cual sucede su pequeño universo literario".

Sobre la concepción del mundo

La uruguaya Cristina Peri-Rossi ha señalado que: "La capacidad de simbolización me parece un nivel más complejo de nuestra actividad in­telectual. No narro para entretener, para ordenar una trama, sino para descubrir, para conocer, para elaborar una hipótesis del mundo, de modo que lo narrado se supedita a la intención, a la visión del mundo. Es que, parodiando a Rimbaud, el escritor es un visionario, o no es".
De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así sencillamente porque todo cuentista la tiene, 10 quiera o no, lo acepte o no. El escritor tiene siempre una posición ante la vida, y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción inevita­blemente estará contenida en todo lo que escriba. De ahí que, cuanto mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta, generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. De ahí la importancia de la lectura. Por eso en mis talleres la lectura de cuentos clásicos y contemporáneos, semana a semana, es obli­gatoria.
Porque pienso que no se puede ser buen escritor si no se es,
primero, un gran lector.
Sobre el cuento sin argumento


Dice Arturo Molina García que "en nuestros días se puede observar cómo muchos relatos breves, considerados como cuentos, no encajan exac­tamente en las coordenadas trazadas. Se trata de cuentos con finales abrup­tos que producen una sensación de fragilidad, como de algo inconcluso, pero, al mismo tiempo, llenos de las posibilidades sugerentes de lo que, a propósito, se deja abierto. Más aún: en nuestra época observamos con cierta frecuencia la falta de argumento, ingrediente imprescindible del cuento clásico. Se le ha dado el nombre de cuento-situación (narración-situación frente a narración-argumento)". Y opina luego que esto "demuestra una vez más que el cuento, como cualquier otro género literario, no es algo monolítico y apriorísticamente determinado, sino que evoluciona, dependiendo del estilo y de la sensibilidad hacia formas nuevas".
Wayne C. Booths, en La retórica de la ficción (citado por Alberto
Paredes en su estupendo estudio Las voces del relato) tiene un párrafo muy ilustrativo respecto de la llamada literatura sin argumento: "Teóricamente uno puede proyectar una novela en la que no se haga ningún intento de progresión hacia cualquier conclusión o iluminación final. Tal obra pudiera simplemente comunicar un sentido penetrante de que no es posible ninguna creencia, de que todo es caos, de que nadie ve en sU camino claramente, de que estamos comprometidos 'en un viaje hasta el fin de la noche'. En una obra de esta clase, no solamente el narrador y el lector marcharían juntos por entre las cuestiones no contestadas a medida que surgiesen, sino que presumiblemente también el autor implícito marcharía con ellos: nadie sería más juicioso por haber leído el libro. El autor de tal obra debe dejar la acción sin resolver: cualquier resolución implicaría un modelo de valores en relación con los cuales una situación sería más aproximadamente final que otra. Tan sólo un sentido irresuelto de continuación insensata haría
justicia a un tal nihilismo completo".
El lector puede remitirse también a la entrevista con Juan José Saer, incluída en este mismo libro (página 191).

Sobre la ironía

Puesto que éste es un aspecto sobre el cual uno podría extenderse casi interminablemente, citaré sólo una idea de Cristina Peri-Rossi que me parece una adecuada síntesis: "Hay recursos que empleo a menudo: la ruptura del plano del discurso narrativo con la incorporación de otro nivel, generalmente irónico. La ironía es un gran instrumento: crea distancia, y sólo en la distancia somos lúcidos, perversos, ambivalentes e inteligentes. Y uso la palabra 'perversos' en el sentido de que la paradoja pone en tela de juicio la normalidad, la naturaleza, la espontaneidad".

Sobre el punto de vista


Este es otro aspecto sobre el que se ha teorizado muchísimo. Y es que la diferenciación entre las Voces del autor, el narrador y los personajes, así como la elección del punto de vista en cada cuento, es uno de los aspectos más determinantes y de los que más fascinan a quienes reflexionan sobre este género. Enrique Anderson Imbert, en su extraordinaria obra Teoría y Técnica del Cuento; Oscar Tacca en Las Voces de la novela; así como Mastrángelo y muchos otros autores, han analizado todo esto exhaustiva mente. Acaso el más moderno y acabado estudio sea el de Alberto Paredes (Las voces del relato. Universidad Veracruzana, Xalapa, México, 1987), en el que desarrolla toda una completa teoría sobre el punto de vista.
Aunque a todos esos textos remito al lector interesado, no me resisto a citar aquí a Julio Cortázar: "El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendi­do del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso... Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá la mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una sola y la misma cosa ... En mis relatos en tercera persona he procurado casi siempre no salirme de una narración stricto sensu, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que el cuento en sí".

Sobre la diferencia entre relato y cuento


Es una pregunta que siempre hacen los tallereutas. Como se habrá advertido en las páginas anteriores, casi todos los autores suelen hablar indistintamente de cuento o de relato. Mi respuesta a esta duda, siempre, es la siguiente: lo que define a un texto como cuento es la vocación cuentística del texto, esa naturaleza ficcional que no siempre y no necesariamente tiene el relato, que puede ser descriptivo, de viaje, de memorias, etc. En este sentido, no estoy muy seguro de considerar cuentos a las fábulas de la antiguedad. Las anécdotas, chascarrillos, patrañas, paradojas, burlas y demás formas, tan frecuentes en la literatura española, tenían en realidad una finalidad didáctica o irónica. Pero carecían de vocación cuentística. Creo que conviene no confundir esto, modernamente. Un buen ejemplo serían los "cuentos" o chistes de un narrador oral como el famoso Luis Landriscina. Más allá de su gracia y de que cumplan con estructuras narrativas cuentísticas (tienen gancho, nudo y desenlace; tienen mecanismo de sorpresa, golpes de efecto, despiertan interés, etc), no son literatura. Dependen del histrionismo y la gracia de la oralidad, y nada garantiza que sean "escribibles". Más aún: si se los escribiera, lo más probable es que perderían casi toda la gracia de la oralidad.
Muchos autores, sin embargo, parecen considerar que toda narración literaria genéricamente es un relato. Por ejemplo, Paredes sostiene que relato es "toda obra de literatura de ficción que se constituye como narra­tiva. Es decir, una organización literaria que erige su propio universo donde hay acontecimientos (pasan cosas a personas) que deben interpretarse como reales en la lectura para que la obra funcione. La verosimilitud inherente a la narrativa consiste, precisamente, en el pacto establecido entre el autor y sus lectores: los sucesos relatados son reales (existen con plenitud) dentro del mundo erigido por el texto". Dentro del genérico, para él "el cuento es un relato cuyos fines se encaminan a la obtención de un efecto único o de uno principal. Todo en la escritura del texto se organiza con miras a dicho efecto único y final". De ahí que, razona, "puesto que la primera regla del juego es contar un tema y obtener un efecto de él, el trabajo narrativo del cuentista concluye al lograr el efecto del tema dado". Una vez obtenido esto, continuar el trabajo o ampliarlo en el curso de su desarrollo "significa rebasar los supuestos del cuento, o sea, transformar el texto en otro género de relato".

Sobre contenido y forma
(o la diferencia entre el qué y el cómo)


Hay otra cuestión central, respecto de la morfología, que merece una profunda reflexión: y es la relación entre el qué (contenido) y el cómo (forma). En otras palabras: ¿El cuento vale más por 10 contado, o por la manera como está contado? ¿Qué es lo que fascina a mi lector: lo que le conté o el modo como lo hice?
Dice el cuentista mexicano Guillermo Samperio, en el volumen colectivo El cuento está en no creérselo: "Quien se dedica a la escritura del cuento debe conocer todas las formas que el cuento ha cobrado en su historia, o hasta donde le sea posible conocerlas. Esta recomendación tiene la finalidad de que el cuentista esté al tanto del poder formal del cuento y sepa, al mismo tiempo, de las dimensiones del monstruo, de sus puntos débiles, de su corruptibilidad. Con este esfuerzo, el cuentista potenciará también incalcu­lablemente su oficio".
En cuanto al contenido y la forma, es evidente que uno debe cuidarse de no sobrecargar ni lo uno ni lo otro. Es sabido que el exceso contenidista suele ser descuidador de las formas, y ha dado lugar a una gigantesca literatura ideologista, panf1etaria, llena de buenas intenciones pero comple­tamente desprovista de calidad literaria. De hecho, las ideologías y la moral son –deberían ser– perfectas extranjeras en la patria de la literatura. Como bien ha dicho Samperio: "La libertad creadora sólo encuentra límite en los dogmas del escritor; por ello hay que combatir cualquier moral mientras las palabras avancen en la hoja en blanco".
Claro que también ha ocurrido lo opuesto: el exceso de formalismos vacíos que se explican mejor con el viejo chiste de Julio Toni (creo que también lo ha narrado Monterroso) del escritor que se pasó la vida, toda su larga vida, trabajando las formas para crear un estilo que impactara al mundo; y cuando llegó a tenerlo, resultó que no tenía nada para decir con él.
Valéry dice también que no existe el verdadero sentido de un texto, ni hay autoridad del autor. Sea lo que fuere lo que el autor quiso decir, se dijo lo que está escrito. Con esto, claro, no estaría de acuerdo un análisis estructuralista o semiótico, ni tampoco acordaría con eso un psicoanalista lacaniano, pero nos impone tener en cuenta que trabajamos con partículas sumamente peligrosas, letales: las palabras.
Esta sería la diferencia que hace Paredes entre historia y trama. La primera es aquello que se cuenta, el conjunto de acontecimientos vinculados y comunicados a lo largo del cuento, lo que ha ocurrido efectivamente dentro del mundo ficcional, la serie de hechos organizados casual o cronológicamente y que tienen su propio orden textual, porque como bien señala Todorov "en un relato la sucesión de las acciones no es arbitraria sino que obedece a una cierta lógica". En cambio la trama se refiere al modo como se describe 10 que sucede, lo que propone la historia. Paredes dice que, por lo tanto, "hay una conlpleja interacción de cuatro órdenes en el relato: la historia y su organización; la trama y la suya".
Como fuere, para la mayoría de los lectores y escribidores del mundo la anécdota sigue siendo, de hecho, lo que Huís importa en un cuento. Así
ha sido y probablemente seguirá siendo. Por eso maestros como Chejov, Poe y Quiroga –entre otros- han recomendado no introducir jamás nada que distraiga el efecto final. Esto es 10 que da unidad al cuento, y por eso el gran escritor dominicano Juan Bosch ha sentenciado que no son siquiera admisibles todas aquellas palabras que no sean esenciales al fin que se propone el autor, porque le restan fuerza dinámica al cuento.

Sobre los títulos de los textos


Unas últimas palabras para un asunto que parece nimio, pero ante el que casi no hay escritor novel que no sucumba: el de cómo titular un cuento. Si bien es obvio -y no está de más reiterarlo- que en estas materias no hay recetas, siempre sostengo que el título de cada cuento está siempre escondido dentro del mismo texto.
Por supuesto, es vicio contemporáneo pensar que los buenos títulos son los más efectistas, los publicitarios. En mi opinión eso es falso y vulgariza la literatura. Un buen título produce un determinado efecto, es verdad, pero eso no implica que deba ser efectista. Creo que no hace falta recurrir a los efectos graciosos, sino a la profundidad de pensamiento. Si se la tiene, claro. Y es recomendable pensar siempre que no se la tiene, para buscarla siempre, y probar y cambiar. Un buen título produce más y mejor efecto cuando es serio y representa la dimensión o el posible significado de todo un sistema de pensamiento, o de todo el libro. Los mejores títulos son globalizadores, y me parece que el autor debe meditar más seriamente acerca de los significados y no perder el tiempo buscando los probables efectos inme­diatos que suelen estar vinculados a la modernidad del siglo veinte, al marketing.
Hay títulos de gran efecto que a la vez son efectistas, desde ya. Pienso en algunos, para mí antológicos: Para comerte mejor (Gudiño Kieffer), La muerte tiene permiso (Valadés), El llano en llamas (Rulfo), Guerra del
tiempo (Carpentier).
Ya Baudelaire decía algo así como que la mayor -y mejor- astucia del diablo es hacemos creer que no existe. Con los títulos sucede algo similar: el mejor título acaso sea el que se nos escapa, el que hubiera sido, el que no supimos conseguir, el que nos llenó de frustraciones mientras 10
buscábamos.

Sobre una clasificación posible del cuento hispanoamericano


Como último aspecto, y siguiendo aquí a Alfredo Veiravé, se puede afirmar que "el cuento, como género literario, aparece en Hispanoamérica desprendido de cuadros costumbristas, relatos, fábulas y leyendas, cuyos orígenes se remontan a la literatura precolombina recogida de la tradición oral por los cronistas de Indias... Tienen un carácter documental y costumbrista, rasgo generalizador que atraviesa toda la literatura del siglo XIX desde el realismo al naturalismo". A partir de ahí, me parece útil recordar su clasificación del cuento hispanoamericano:
Cuento romántico: "Se desarrolla sobre una trama sentimental en la cual priva lo subjetivo del narrador, quien utiliza la primera persona para intro­ducir al lector en la emoción que transmite. Las descripciones y retratos de los personajes y las exclamaciones y exaltaciones del yo, denotan la expresión sincera de un narrador más sentimental que racional".
Cuento realista: La exaltación se sustituye por un tono "más objetivo y ceñido a la verosimilitud de los hechos narrados desde el exterior". Los personajes son menos complejos en sentimientos, tienen lenguajes pinto­rescos y utilizan giros populares, y el narrador suele funcionar como testigo u oyente. Cuento naturalista: "Incorpora a su temática los casos clínicos derivados de las leyes de la herencia y también los climas de trabajo que someten al individuo en anomalías de las cuales no puede escapar. La sordidez de la sociedad que explota al hombre se convierte, en Hispanoamérica, en denuncia y protesta contra un sometimiento infrahumano".
Cuento modernista: (ver las características descriptas en el capítulo "Breve Historia del Cuento Argentino", página 19).
Cuento regionalista: Aparece (con Quiroga y después de él) "un amplio campo temático ubicado en la confrontación hombre-naturaleza". Selvas, montañas y grandes ríos se incorporan como geografías literarias, e incluso episodios como la Revolución Mexicana pasan a formar parte del regionalismo porque "suministra a los cuentistas un material importante, que fue utilizado por numerosos narradores para crear un fresco o mural de las miserias y grandezas de los sucesos de la guerra revolucionaria",
Cuento vanguardista: Partiendo "de elementos realistas en escenarios nacionales (el porteño de Cortázar, el mexicano de Rulfo, el paraguayo de Roa Bastos), pero sobre la apariencia del 'criollismo' el narrador somete al Iector a una prueba de participación efectiva y directa en mundos ficticios o imaginarios... Deja en libertad a los personajes, contrapone tiempos diferentes, varía el relato lineal, crea escenas simultáneas y construye una estructura nueva en la cual aplica técnicas experimentales sobre temas nacionales".
Finalmente, puesto que este libro no pretende ser un manua -tal como se ha advertido reiteradamente desde el prólogo- no me extenderé acerca de muchos otros aspectos formales que hacen a la narración de un cuento literario. No obstante, me parece interesante señalar al menos los títulos de esos aspectos, que alguna vez, en otro libro, acaso quepa definir, puntualizar y desarrollar. (Y que son, de hecho, los múltiples aspectos que imparto en mis clases y que, estoy seguro, definen a todos los buenos talleres de cuento que hay en estos años en la República Argentina). El siguiente, pues, es sólo un listado de algunos de esos aspectos:
- El valor de los adjetivos.
- El sentido del todo.
- El ejercicio de la síntesis y de la economía textual cuentística. Con-
cisión, precisión, brevedad, densidad. Lo abstruso y lo críptico.
- Las diferencias y convergencias entre anécdota, historia, trama, tema y argumento.
- La inutilidad de las tesis (buenas intenciones, enseñanzas de vida, lecciones, moralejas).
- La preceptiva sobre los tres momentos del cuento: Gancho, Nudo y Desenlace.
- La teoría del final (que no es lo mismo que desenlace). La revelación, la develación y el estallido. El valor de lo inesperado, lo insospechado, El efecto a lograr, los múltiples efectos y el mal efecto que significan los golpes bajos al lector.
- La valoración de los indicios y su necesariedad.
- La imperiosa necesidad de mostrar, de pintar con trazos finos. El valor
de lo que Vladimir Nabokov llama "los preciosos detalles".
- Valoración del sentido del humor, el entretenimiento y la diversión; el remanso y la cordialidad; el momento amable que es la lectura de un cuento.
- La cuestión del estilo y la tersura de la prosa que hace llevadero al texto. En este punto -remito al lector interesado al impactante libro Ejer­cicios de estilo, del novelista francés Raymond Queneau (Ed. Cátedra, Madrid, 1989).
- La importancia de la seducción en el cuento, y el proceso de orga­nización y dosificación de la seducción.
- El mecanismo de sorpresa que todo cuento debe contener. El avance del suspenso y el apresamiento del interés del lector.
- El delineamiento de los personajes, que deben ser sólo los indispen­sables, y deben ser creíbles y vivos por m, fantástica e imaginativa que sea la historia que se cuenta.
- El valor de la escenografía, el sentido del espacio en el Cuento. - El ritmo interno de todo cuento, el valor de la secuencialidad y el
fraseo al servicio de la lógica interna que todo relato exige y contiene.
- La concepción del tiempo en el Cuento. Movimiento, velocidad na­rrativa, pausa y remanso.
- La sugerencia y la retórica como problemas a resolver. El valor del sobreentendido textual y cómo lograrlo.
- La concepción de lo "normal" y lo "anormal" en literatura. La lógica
interna de todo relato.
- El tono de un cuento.
- La cuestión de la atmósfera. El clima y el lempo cuentísticos.
- El alma de los cuentos.
- El universo creado en cada cuento, y la creación de universos lite-
rarios.
- Las referencias cultas: valor y disvalor de la erudición y el conoci­miento puntual, jergal o gremial.
- Pudor y vulgaridad. Audacia y pacatería. Censura y autocensura cuentística.
- La importancia de la acción narrada como sustitutiva de la reflexión autora! Límites y permisos de la reflexión.
- La cuestión de la poética cuentística.
- El problema de la autocrítica: autolectura, autocorrección, cepillado
y pulido del texto.
- La inspiración, la catarsis, la mera voluntad y los fatales enamoramientos autorales.

Tal como se dijo al principio de este capítulo, todos estos no son sino apuntes, observaciones, que deseo terminar con estas sabias palabras de Laín Entralgo: "Lector: procura tener siempre a mano una buena colección de cuentos, y después de tu joma da habitual, pasadas las horas en que el mundo ha sido para ti profesión, familia y país, entrégate a la aventura de realizarte a ti mismo en una tierra exótica, en una época remota, en el esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-ficción. Vive durante unos minutos del cuento, aunque esto parezca ser poco recomendable a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos hombres a los que suelen llamar 'realistas' quienes nunca han pensado en serio y laboriosamente acerca de la realidad. Hazlo así, y yo te aseguro que luego volverás a tu mundo –a tu profesión, a tu familia, a tu país– más nuevo y animoso, más joven; si me permites decido con la solemnidad y la ironía de los que saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno".



No hay comentarios: